En el pueblo de Terrabona, unos decían que
Cayapo, era un chamán que se
transformaba en un bufeo colorado y que se sumergía en el fondo de las aguas,
allí vivía por tiempos y que en la noche de cuarto menguante se ponía furioso y
salía a la superficie del rio y daba coletazos a la canoa de algún solitario
pescador hasta hundirlo y nunca encontraban al naufrago, porque el bufeo Cayapo
lo arrastraba a las profundidades del rio Amazonas.
Otros contaban que Cayapo en su juventud
había sido el mayor cazador de Terrabona y eso decía el viejo Oroma, porque de
Terrabona salían los mejores mitayeros de esta parte del Amazonas. Cayapo era un hombre solitario que nadie
había visto en el pueblo hacía mucho tiempo y pensaban que estaba muerto.
Pero, el viejo Oroma, nos dijo que Cayapo está
ya muy viejo, no sale nunca al pueblo y que vive en un tambo en el Lago Boa. Se
pasa el tiempo tomando jugos de plantas y raíces y en el día pesca en el lago.
Ya tiene 90 años, dijo Oroma, es el más viejo de los viejos de Terrabona y
tomamos la decisión con mi hermano de ir en busca de Cayapo, el cazador.
El Lago Boa, está a tres horas de camino de
Terrabona, atravesando el famoso renacal de las anacondas cantoras, conocido
así porque en las intrincadas raíces de esos árboles habitan unas anacondas que
cantan cuando va a llover.
Quienes han escuchado ese concierto dicen que
es una música de otro mundo, una sinfonía que encanta y aturde al mismo tiempo,
como si en un cántaro cocama algún chaman hubiera juntado todos los sonidos de
la Amazonia: el gorjeo de los pájaros, el llanto de los yacurunas, el canto del
ayaymaman, el viento sobre el agua, la brisa jugando con las hojas, el rugido del otorongo y la
palabra del hombre.
Cruzamos el renacal en plena mañana. No hagan
ruido, el ruido los excita y pueden salir a la superficie por millares, nos
había advertido el viejo Oroma, que era uno de los pocos que había atravesado
el renacal de las anacondas cantoras en busca de pesca en el lago.
Navegando en silencio, dimos con el canal de
desagüe del lago Boa, había un silencio en el bosque, quizás por el calor o
porque en esta parte los pájaros huían espantados al escuchar el canto de las
anacondas. Luego de surcar el corto canal desembocamos en el Lago Boa, poblado
de siringas en sus orillas, donde comían unos guacamayos de pecho rojo y alas
azules.
El lago estaba extrañamente quieto, solo el
ruido que hacia algunos peces rompía por instantes el silencio, remamos muy
cerca a la orilla y divisamos al fondo una columna de humo. Allí debe estar el
tambo de Cayapo, dijo mi hermano y al fin llegamos y nos acercamos a la choza.
¡ A tiempo llegan, les estoy esperando! , una
voz repentina nos asustó y era un hombre pequeño. Todo en él era viejo y
gastado, su ropa, sus pies, su pelo, salvo sus ojos que tenían la frescura y la
vitalidad del monte.
Anoche, mi compadre Oroma, me aviso que
venían a visitarme, por eso, les estoy esperando desde temprano.¡ Pasen!
Mi hermano Chicho me miro con sorpresa, al
igual que yo, pensábamos en la forma como el viejo Oroma le había avisado sobre
nuestra visita. ¿ Cómo le aviso? Si ni Oroma había venido a Boa, ni Cayapo
había salido a Terrabona ¿ Quizás en sueños?
Y al instante nos acordamos las historias que
contaban algunos pobladores de Terrabona, que Cayapo se transformaba en bufeo
colorado y en pájaro que volaba sobre la selva. Tuvimos miedo, pero solo por un
momento.
Cayapo nos dijo : ¡ Siéntense muchachos! Voy
a invitarles masato y palometas ahumadas y ante nosotros puso unas hojas de
bijao, tres hermosos y suculentos pescado ahumados y tres pates de humeante
masato, más una porción de yucas cocidas.
Comiendo, de pronto vimos una piel de tigre
más grande que alguna vez había visto en mi vida. Era una piel de otorongo que
tenía más de dos metros de largo. Y cuando le pregunte quien había matado a
este tigre, Cayapo se quedó en silencio mirando durante largos minutos la piel
del otorongo, luego empezó a hablar: Yo era joven y vivía en Terrabona, me
dedicaba a curar a los enfermos del pueblo con plantas medicinales como el
chuchuhuasha, la huacapurana, el murure, la cumaceba, el clavo huasca, el
indano, el chullachaqui caspi, la abuta, el azúcar huayo, el tahuani y otras
plantas.
Un día de verano nos fuimos con un amigo a
buscar plantas en el monte alto, porque cuando más alto es el terreno, mejor y
más fuerte es la planta medicinal.
Como llego la noche, cortamos hojas de yarina
para hacer una chapana y dormimos esa noche en el monte. Estábamos metidos en
nuestro mosquitero, en silencio, escuchando los grillos, el canto del pájaro
tuhuayo, a la perdiz que da la hora, a los monos que comían en las ramas de la
lupuna, cuando de pronto todo se quedó en silencio, parecía que la selva se
había muerto.
Cayapo me estoy quedando sordo con este
silencio, me dijo un amigo. Yo sentí un escalofrío de muerte, algo que nunca
había sentido, pero poco después la selva ha vuelto a ser lo que es: cantos,
gritos, ruidos y nos dormimos, pero pensando en el misterio de ese silencio.
Al día siguiente, regresamos a Terrabona y
nos enteramos de una gran desgracia, a la misma hora en que la selva se quedó
en silencio, había temblado la tierra y un cerro había caído sobre el rio
convirtiéndole en un horrible y pestilente barro que mato a los peces, a los
hombres y a los animales.
Entonces, me di cuenta, que la selva tiene
oídos, tiene ojos, tiene corazón, tiene sentimientos y un cerro que caiga, un
árbol que se corta, un pájaro que muere, una arma que se dispara, todo se
registra en el corazón de la selva.
Por esa época de mi juventud, me dedicaba al
estudio de las plantas medicinales y a curar las enfermedades de la gente que
se enfermaban en Terrabona, en Tapira , en Tamshiyacu y otros pueblos del
Amazonas, desde donde venían a buscarme.
Tenía también otra afición, la cacería de
animales. Algunas personas decían : Cayapo, es uno de los mejores mitayeros que
hay en Terrabona, pero yo no me envanecía con esa fama. Es cierto que me había
preparado para ser mitayero. A mi preparo don Ambrosio Isuiza, un mitayero
nativo que conocía los secretos de la selva y de los animales como nadie.
Don Ambrosio me dijo un día: Cayapo, si tu
quieres ser el mejor mitayero en Terrabona, tienes que purgar. Entonces, me
hizo un preparado de sanango y me hizo beber en la mañanita. Me dijo: no comas
manteca, ni sal, ni tengas mujer durante una semana.
Todo lo cumplía como el me decía y cada vez
que salía al monte me tenía que dar un baño con mucura, ajo sacha, piñón
colorado, yuca rallada, todo mezclado con agua florida y alcanfor.
A media noche me bañaba fuera del pueblo en
secreto, porque sino, como decía don Ambrosio, el baño no tiene efecto y más
bien puede ser al revés: la saladera puede volverse contra el mitayero.
Luego, me iba al monte y regresaba cargado de
animales : monos, venados, sajinos y
paujiles. Parecía que los animales me venían a buscar en el monte. No me
olían ,ni tampoco escuchaban mis pisadas. Claro, tenía mis secretos. En mi
mochila, además de mis cartuchos llevaba siempre un talismán: una piedra negra,
que muy pocos mitayeros encontramos en las tripas de las huanganas. Yo tenía
esa piedra, que se llama TAYA , que hay que icararlo y dietar unos días antes
de usarla.
Muchos mitayeros, no saben que algunos
animales anuncian la mala suerte. A veces en pleno monte, se me cruzaba una
afaninga, inmediatamente me regresaba, antes de que pudiera ocurrirme algo
malo. También la chicua anuncia la mala suerte del hombre, si es que canta
diciendo su nombre completo: chicua. Pero si canta solo diciendo : chichi,
entonces nada va a pasar.
Tampoco es un buen augurio encontrar en el
monte un pelejo o yonca. A un mitayero nunca se le puede ocurrir pasar por un
cementerio, mientras se va de cacería y lo peor que le puede ocurrir a un
mitayero en su vida es cargar a un muerto. Por eso, yo nunca, he aceptado
cargar muertos en Terrabona.
Así era mi vida, hasta esa noche de verano en
que la selva se quedó en silencio y así me di cuenta que la selva tiene oídos
mejores que los hombres, que el monte tiene un corazón, que el hombre no tiene.
Por eso, después de ese día me dije : No voy
a disparar ni un arma en la selva, porque un día puedo fallar y en vez de
disparar sobre la huangana, la sachavaca o el paujil, disparo sobre el corazón
de la selva. ¿ Se imaginan Uds. lo que
puede ocurrir el día que muera la selva? No quiero ni pensarlo.
Desde ese día, no volví a usar mi escopeta y
salía al monte solo con mi machete y a veces utilizaba flechas y pucunas como
los indios. Cazaba todo lo necesario, solo lo suficiente para comer. Me gustaba
salir al monte y caminar durante horas oliendo el perfume de las zangapillas,
comiendo la leche huayo en las restingas, observando a los venados y sachavacas
en las collpas, mirando como el pájaro carpintero construye las casa para el
loro y el guacamayo, a cambio de los gusanos que estos dejan, después que sus
hijos nacen.
Me gustaba caminar a orilla de los lagos
mirando a la huapapa como se embadurna el pico con la resina venenosa de la
catahua y luego hace la caca, provoca a
los peces, envenena el agua con la resina de su pico y hace su buena pesca. En
el silencio de la selva encontraba la paz, por lo menos eso creí y sentía yo,
hasta el día en que caminando por una de esas trochas me encontré cara a cara
con el otorongo.
Yo iba con mi machete, mi mochila y regresaba
un atardecer, nos miramos fijamente, el movió sus bigotes y sus orejas como
diciéndome : prepárate, que voy a saltar. Entonces retrocedí y me arrime a un
árbol de siringa. El otorongo salto, yo lo esquive, pero para evitar que me
cogiera por atrás con sus zarpas, tuve que enfrentarlo y nos trabamos en una
lucha, que yo sabía, debía tener un ganador.
No se cuánto tiempo duro el combate, solo me
acuerdo que me desperté al día siguiente en Terrabona en la casa del viejo
Oroma.
Me dijeron que me encontraron en la trocha
madre, desangrando y siguiendo los rastros de la sangre encontraron al otorongo
con los ojos reventados y con el machete hundido en su pecho. Ven ese hueco en
la piel, ese fue el machetazo que le llego al corazón.
Nunca hemos podido olvidar el relato de
Cayapo, pero sobretodo, lo que ha quedado grabado en nuestra memoria, fue la
imagen de Cayapo en la orilla del lago, despidiéndose de nosotros, con sus
brazos mancos triturados por el otorongo.
Carlos Velásquez Sánchez
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