El viejo Cotomono, colgado de una rama por la cola, se balanceaba y miraba
complacido a sus hembras. Sin cambiar de posición, se rascó el lomo y lanzó su
aullido que se oye hasta 10 kms. a la redonda.
Cotomono estaba alegre, pero sentía la pronta llegada de las lluvias y que
al inundarse la selva, los árboles se cubrirían de flores primero y luego de
dulces y jugosos frutos.
Las hembras saltando de rama en rama, alegres también rodearon a Cotomono.
Cotomono no se engañó, pocos días llovió, con sus aguas turbias comenzó a
subir su nivel convirtiendo en lagos y canales las tierras más bajas.
Aichatero, el robusto otorongo después de devorar el último pedazo de
venado que cazara el día anterior, se encaminó majestuosamente a la restinga
que se alzaba lejos. Sus patas posaban suavemente el suelo acolchado de hojas
secas, sin hacer el más leve ruido y sus ojos escudriñaban el bosque.
Aichatero, sabía que en la restinga se refugiaba la más grande variedad de
animales y que no tendría necesidad, sino de dar zarpazos para tener en su
mandíbula la rojiza carne de un venado o la fibrosa de una sachavaca.
La gran boa. Manchada, la vieja cazadora se arrastraba también a la
restinga por otra dirección porque sabía que abundaba en ese sitio los
alimentos.
Manchada no tenía prisa y se enroscó a un árbol y ascendió como una
espiral, hasta alcanzar una rama, se colgó de ella, sujetándose con la cola.
Manchada se sentía alegre y ágil.
Manchada y Aichatero se habían equivocado, por algún motivo la restinga
estaba desierta, no había sino perdices y uno que otro añuje y todos estos
animales juntos no alcanzaban para un desayuno de Manchada.
La boa desilusionada decidió lanzarse a nado en el gran bajío e ir a la
gran restinga, aún cuando ahí corría el peligro de encontrarse con el hombre,
que en ese lugar hacía sus cacerías.
Pero, en esto vio a la distancia pasaba un tapir, la boa encantada, irguió
la cabeza, ya que un tapir es un bocado magnífico. Después de triturarlo, lo
tragaría entero y dormiría una siesta de 3 o 4 días.
La boa comenzó a deslizarse en dirección de la sachavaca, de pronto éste se
detuvo, alzó la trompa y agitó las orejas. Su fino olfato advirtió el peligro y
emprendió veloz carrera.
Aichatero, también se había dado cuenta de la presencia de la sachavaca y
precisamente iba detrás de sus huellas, cuando la sachavaca asustada comenzó a
correr.
Manchada, una cazadora experimentada y paciente, sabía que las sachavacas
se alimentaban de un pasto especial.
Aichatero, también experto cazador sabía lo mismo que Manchada y esperaba a
su presa sobre un árbol caído.
Pasaron las horas y cayó la noche sin que la sachavaca apareciera. La boa
seguía en la misma dirección, mientras que el tigre estaba también al acecho y
se quedaba adormilado.
Amanecía ya y el otorongo se desperezó y comenzó su higiene personal,
lamiéndose primero las zarpas y después todo el cuerpo, desde el lomo hasta la
cola.
De pronto, Aichatero, vio que lentamente, receloso, avanzaba la sachavaca a
su comedero y de pronto dio un chillido y comenzó a correr.
Pero de pronto, Manchada le clavó los potentes colmillos en un anca y la
sachavaca como queriendo librarse, pero la boa estaba afirmada a un árbol, se
dejó estirar como si fuese de jebe, para recogerse después y atraer hacia sí a
la sachavaca.
Era su manera de cazar, llegaría el momento en que la sachavaca, agotada,
se dejaría caer y la boa la envolvería en sus poderosos anillos.
De pronto. Como un bólido amarillo manchado de negro, cayó sobre el lomo de
la sachavaca y comenzó a correr.
La boa tuvo que soltar a su presa y la sachavaca escapó pero sobre su lomo
iba el otorongo.
Manchada quedó rumiando su furia, se habían burlado de ella, quitándole una
presa que era suya y aun cuando el otorongo le
desgarrase el cuerpo, tenía que cogerlo y triturarlo, porque un otorongo
puede, como alimento reemplazar a una
sachavaca.
Pasaron los días, la boa permanecía en acecho, pero Aichatero era muy
astuto para dejarse sorprender, porque no daba un paso sin clavar sus ojos en
todas direcciones.
Manchada estaba impaciente, con la impaciencia de una boa furiosa y con
hambre.
¿Se habría marchado el otorongo hacia otro lugar? Imposible, porque para
irse, tendría que nadar un día entero y ningún otorongo tiene esa resistencia.
Habría que esperar y la boa volvió a adormilarse.
De pronto, Manchada se despertó y vio que el otorongo venía en línea recta
hacia ella. El otorongo pasó cerca de la boa, su olfato le advirtió la
presencia del reptil y dio un salto prodigioso.
Era tarde, pues la boa había clavado en el lomo sus dientes ganchudos y el
tigre en su salto arrastró a la boa.
El tigre se tiró al suelo, con la barriga hacia arriba, para evitar que la
boa lo envolviese en sus mortales anillos. Sus zarpas afiladas se hundieron en
el cuerpo de la boa, abriéndole profundos cortes y el blanco pecho del otorongo
recibió un ligero baño de sangre.
La boa pugnaba por introducir su cola debajo del cuerpo del tigre, pero
éste se revolvía, daba zarpazos y clavaba sus colmillos.
El otorongo se llega a fatigar, en tanto que la boa no conoce el cansancio
y así fue. En una de sus vueltas el otorongo jadeante se descuidó y la boa se
enroscó a su cuerpo.
Entonces la boa, ya segura de su triunfo, ciñó otro anillo y otro… y otro.
El otorongo seguía empleando sus garras y dientes.
La boa consiguió ajustar el cuerpo del tigre e inició el proceso de
comprimirlo mortalmente.
El tigre dio un último rugido que salió de sus fauces junto con una bocanada
de sangre roja y negra, luego dobló la cabeza y murió.
Se escuchó un crujir de huesos, la boa comenzó a desenroscarse, cubrió el
cuerpo del tigre con una saliva viscosa e inició el proceso de tragárselo
milímetro a milímetro el cuerpo del tigre fue perdiéndose en la boca de
Manchada, la boa.
La boa con su cuerpo deformado, muy grueso en el centro, se arrastró hacia
una zanja y se estiró para dormir unos cuatro días, luego de una buena brillada
de pupo.
Humberto
Del Águila Arriaga
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