El Puesto de Juan Cruz, “La Fortuna”, estaba a las
orillas del río en el Bajo Ucayali, más de mil hás. de tierras constituían su
propiedad, tenía jebe fino en el terreno inundable y plantaciones de yuca, maíz
y frejol en el terreno firme.
En su almacén se apilaban sacos de arroz y azúcar,
paneros de fariña, cajas con latas de salmón, carme americana, sardinas y
camarones.
Y en la cocina se ahumaban carnes como la seca y rojiza
de los venados, la tierna y grasosa de las huanganas y majaces.
Juan Cruz era feliz, había pasado la tormenta que estuvo
a punto de aniquilarlo : la muerte de su esposa Ana María mordida por un
jergón.
Juan Cruz creyó enloquecer de dolor y tuvo que sobrevivir
porque tenía que educar a su tierna hija María Soledad, sino él se hubiera
suicidado.
Ya en el mes de Diciembre estaba por concluir y María
Soledad de 16 años, llegaría terminando sus estudios, desde Iquitos, donde
había permanecido internada en el Pensionado de las Madres de Santa Ana y feliz
Juan Cruz se paseaba por el largo malecón de su puerto.
De pronto, arrastrándose perezosamente la Guardiana se
acercó a Juan Cruz.
¿Ya comiste, Guardiana?
Como si entendiese la pregunta, la gigantesca boa que
medía ya cerca de 07 metros. de largo, frotó su cabeza oscura contra las
piernas de Juan Cruz.
Hacía ya tres años que la boa era dueña y señora del
puesto. Juan la había cazado cuando era muy tierna.
Caminaba un día por el bosque vigilando el trabajo de sus
peones, cuando oyó un ruido apagado y vio una boa pequeña enroscada al cuerpo
de un otorongo. Si la boa hubiese sido mayor, ahí terminaban las correrías del
tigre, pero la boa era muy tierna y el otorongo no tardaría en destrozarla con
sus garras afiladas.
Juan Cruz con un tiro certero de su rifle mató al
otorongo. La boa estaba herida, Juan Cruz cogió a la boa y la llevó a su casa
junto con la piel del tigre.
Con bálsamos curó las heridas de la boa y sanó.
La boa se quedó en el puesto, mansa y tranquila como un
animal doméstico y en poco tiempo limpió la casa de toda clase de roedores.
Pero, ya era tiempo de librarse de tan peligrosa
servidora, porque ya había desaparecido dos cerdos gordos y en ambas ocasiones
la boa se ocultó y la encontraron con la barriga tremendamente gruesa, era la
prueba de que ella había devorado a los cerdos.
Juan Cruz le tenía cariño al animal y no pensaba matarla.
Iría con ella en una canoa y la dejaría en el bosque, era preciso hacerlo
porque quién sabe si un día se le antojaba oprimir un cuerpo humano entre sus
poderosos anillos.
De pronto, un peón, gritó: ¡Lancha!
Juan Cruz, dijo: ¡Es el Liberal!, en el cual, llegaba su
hija María Soledad y se apresuró a bajar al puerto.
Y ahí llegaba su hija y se fundieron en un largo y
apretado abrazo y se dirigieron a la casa-habitación.
Al entrar María Soledad, lanzó un grito de espanto, pues
vio que una enorme boa, sujeta por la cola a una viga, se balanceaba
lentamente.
No temas. Es Guardiana, un buen animal doméstico, es más
mansa que una paloma.
De “La Fortuna”, río arriba, se encontraba el inmenso
shiringal de don José Iturriarán, uno de los productores de goma elástica del
Ucayali.
Don José Iturriarán tenía un hijo que siempre estaba
mezclado en toda clase de escándalos porque derrochaba la plata de su padre.
Un día, David Iturriarán, llegó en su lancha a “La
Fortuna” y al ver a María Soledad, quedó prendado de su belleza, porqué nunca
se imaginó que su vecino tuviese una hija tan interesante y comenzó a
enamorarla.
Desde entonces, David llegaba a “La Fortuna” con
cualquier pretexto y Juan se dio cuenta de lo que ocurría en el corazón de su
hija y se volvió taciturno pensando como haría para alejar a su hija de David.
Y súbitamente tomó una decisión: mandaría a su hija a
Iquitos a casa de su madrina.
Y en la primera embarcación se embarcó con María Soledad,
sin avisar de su partida más que a Rodolfo Peixoto, el viejo brasilero,
recomendándole que si preguntaban por ellos, dijera que se habían dirigido al
Alto Ucayali, ruta contraria a la que habían tomado.
Iturriarán no dejó de visitar la casa y un día su alegría
fue grande al encontrar a Juan Cruz ya de regreso, pero María Soledad no
estaba.
Y para consolarse viajó a Iquitos y Juan Cruz no se
enteró de su partida.
Un mes después recibió una carta de la madrina de María
Soledad, en ella le explicaba que su hija con pretexto salía a la calle y
llegaba tarde la noche y que varias veces la había visto acompañado por
Iturriarán y que inclusive iba al hotel en donde se alojaba David.
Juan Cruz llenó de gasolina su bote motor y acompañado de
Peixoto con quién se turnaba en el manejo de la embarcación se dirigió a
Iquitos viajando día y noche.
María Soledad quedó sorprendida al encontrarse con su
padre y emprendió el regreso junto con su hija.
Había ya comenzado el trabajo de la extracción de goma y
Juan Cruz todas las mañanas se iba a vigilar el trabajo y una tarde que
recorría el bosque se sentía indispuesto y caminó en línea recta por el bosque,
vio una embarcación, se aproximó y vio a su hija María Soledad con Iturriarán
en un íntimo encuentro.
Quedó vagando por el bosque y regresó tarde a su casa,
rumiando su dolor.
Un día llegó la lancha correo y un marinero le entrega
algunas cartas y un paquete de periódicos.
Se puso a leer, de pronto vio en el periódico las notas
sociales que decía un artículo: “Matrimonio concertado entre el acaudalado comerciante DavId
Iturriarán que se había comprometido con una de las distinguidas señoritas de
la Sociedad de Iquitos y que en breve se realizaría el matrimonio”.
El diario se le cayó de las manos y gruesas lágrimas
rodaron de sus ojos y pensaba que ya no tenía más que un deber ¡matar!,
vengarse del hombre que se había burlado de su hija María Soledad.
De pronto escuchó un chillido lanzado por Peixoto, era la
boa “La guardiana” que había clavado sus dientes en un cerdo.
Acudió Juan Cruz y con sus gritos y un palo puntiagudo
obligó a la boa a soltar a la presa. La boa levantó la cabeza, furiosa, Juan
Cruz la calmó haciendo que le diesen un gran cubo de leche.
Peixoto – dijo – esta boa es un peligro Don Juan, habrá
que matarla.
Juan Cruz miró largamente al animal y sonriente le dijo:
Ya la mataré. Por ahora haz que los peones traigan la jaula para encerrarla.
Pasaron los días, durante los cuales Iturriarán no visitó
a “La Fortuna” , mientras tanto, la boa se contorsionaba dentro de la jaula
haciendo esfuerzos por romper los barrotes.
¿ Por qué no lo sueltas, papá? – preguntó María Soledad.
Debe estar muerta de hambre.
Ya la soltaré, por ahora está castigada. La soltaré a mi
regreso de Tres Unidos.
¿Vas a ir allá? Preguntó ansiosa la muchacha.
Sí, tengo un asunto urgente que arreglar. Tú te quedarás
de ama absoluta de “La Fortuna”.
A los dos días apareció David, acompañado de un empleado
de su hacienda, después de unos minutos de conversación, Juan Cruz llamó a
Peixoto y le ordenó que preparase la lancha para su viaje a Tres Unidos.
María Soledad y David Iturriarán cambiaron una mirada
cómplice.
Luego de que David se embarca en su lancha, Juan Cruz se
dirigió a su hija y le dijo :” Mira,
será mejor que me acompañes”, María Soledad pretextó que le dolía la cabeza. Su
padre le dijo: Vienes conmigo, el aire del río te hará bien.
María Soledad agachó la cabeza sin responder, haciendo un
gesto de disgusto.
Peixoto anunció que la embarcación estaba lista y los
tres se encaminaron al embarcadero.
Al momento de partir, Juan Cruz manifestó: Caramba, he
olvidado un documento importante.
Corrió a la casa, entró a la sala, se acercó a la jaula y
dejó en libertad a la boa. De un salto ganó la puerta y la cerró tras de sí,
mientras la boa se lanzaba para atraparlo.
La guardiana estaba furiosa y hambrienta.
Luego partieron en la embarcación aguas abajo.
En la noche llegaba en su embarcación David Iturriarán y
se dirigió a la casa de Juan Cruz, hizo girar suavemente la perilla, entró y
cerró la puerta, prendió su linterna y enfocó el dormitorio de María Soledad.
La luz deslumbrante la linterna, alumbró los ojos de la
boa, Iturriarán se estremeció y en voz baja, y luego más alto llamó: María
Soledad, María Soledad.
Ninguna respuesta y un terror inmenso se apoderaron de él
y perdió la serenidad.
Y la boa como una flecha se lanzó contra él, clavándole
sus colmillos en una de las piernas y luego un silencio profundo.
Peixoto oyó los gritos, pensó que era el “tunchi” y se
cobijó más hasta la cabeza para librarse del maleficio del alma en pena que
había entrado en la casa de sus patrones y durante el día no se aproximó a la
casa.
La embarcación de Juan Cruz a las 4.00 p.m. antes de
llegar al puerto, se detuvo y le dijo a María Soledad: Vamos a ver como esta
ese yucal.
María Soledad contemplaba las plantas y Juan Cruz vio la
embarcación de Iturriarán, desató la cadena y empujó el bote, a fin de que la
corriente la llevase.
Regresó, se embarcaron, Peixoto, salía a recibirlos y lo
primero que dijo fue: Oh, senhor, en la suya barraca andan almas en pena. Se
oyen gritos y lamentos.
Tonterías. Tu miedo te hace oír esas cosas. So pedazo de
dejado.
Se encaminaron a la casa. Todo el piso estaba cubierto de
babas y la boa dormía con la barriga enormemente abultada.
María Soledad contempló con terror creciente las manchas
del piso, reconoció la linterna de David y vio a la boa.
Comprendió lo que había ocurrido y se tapó la cara con
las manos gritando.
Juan Cruz cogió su carabina y disparó dos tiros a la boa
en la cabeza. Esta agitó su poderosa cola y luego quedó muerta.
Mientras que Juan Cruz reía con una risa estúpida.
Humberto Del Águila Arriaga
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