Mis amigos indígenas insisten en
afirmar que la creciente extrema del Amazonas y sus afluentes tiene sus
responsables: “La Yacumama, la Madre del Río, está molesta”, me dicen. He
escuchado muchas historias sobre los espíritus protectores de la selva, sobre
Yacumamas o Purahuas, y Sachamamas, Shapishicos y Yashingos, y cómo a veces
protegen sus dominios cuando sienten que el hombre los han agredido. Ahí están las cochas “bravas”, donde
la Yacumama hace oscurecer el día, desata la tormenta y embravece el agua
cuando algún irreverente se atreve a hacer pesca o a talar los árboles de la
orilla. Yo mismo he sido testigo de algunas anécdotas en relación con estas
creencias.
Si cada cocha, quebrada o río tiene
su ‘madre’ en el imaginario amazónico, y es poderosa, la madre del Amazonas, el
Padre de Todos los Ríos, debe ser algo imponente, monstruoso. Y su furia
incontenible se debería manifestar en proporción. ¿Tendrán razón mis amigos
indígenas? El Amazonas ha hecho aspavientos varias veces en años recientes, y
ha mostrado alteraciones inexplicables en su ciclo hidrológico, incluyendo las
grades sequías de los años 2005 y 2010, intercaladas con crecientes cada vez
más pronunciadas, hasta superar el máximo histórico el presente año.
“Los hombres han maltratado al río,
lo han contaminado con petróleo, mercurio, han talado sus bosques, exterminado
sus peces, charapas, lagartos, por eso la Yacumama, la Madre del Río, está
molesta y se sacude”, afirman los sabios indígenas, recalcando que ellos siguen
haciendo lo que han hecho por siglos sin molestar a las madres del bosque y del
agua (cazando, pescando, haciendo sus chacritas), por lo que los culpables
están en otro lado. Sospecho que los indígenas no andan muy errados.
Curiosamente, la ciencia viene a dar
la razón en cierto modo a los indígenas: la deforestación tiene mucho que ver
con las crecientes y las vaciantes extremas. Claro que hay que añadir otra
causa humana a las mencionadas por los sabios indígenas: el tan mentado
calentamiento global, causado por la emisión salvaje a la atmósfera de gases de
efecto invernadero. Parte de estos provienen de la quema de combustibles
fósiles, y otra parte de la quema de los bosques, por lo que al final volvemos
a las mismas: es el hombre el que está causando los desastres climáticos que
están asolando la Amazonía.
Quien ha estado en el cauce de una
quebrada en pleno bosque primario durante una lluvia intensa, y luego en una
quebrada en un área deforestada, puede notar una dramática diferencia: donde
hay bosque intacto puede estar lloviendo torrencialmente por horas y el nivel
del agua crece muy lentamente, para luego bajar también lentamente, demorando a
veces semanas; en cambio, donde el bosque ha sido arrasado, en pocos minutos la
quebrada se hincha, se llena de barro, y arrasa con todo, para luego de unas
horas, quedar de nuevo casi al nivel que estaba. El bosque actúa como una
esponja: el follaje, las raíces y el mantillo vegetal protegen el suelo de la
erosión y ayudan a absorber el agua y a infiltrarla en el subsuelo, llenando los
acuíferos.
Los habitantes de la ceja de selva
conocen muy bien esto: los huaycos y las crecientes catastróficas se producen
en las cuencas donde las laderas y cuencas altas han sido taladas, al tiempo
que se quedan sin agua en verano.
Son casi 10 millones de hectáreas de
bosques arrasadas por la mano del hombre en las vertientes orientales de los
Andes peruanos, y otro tanto probablemente, o más, en las cabeceras de los ríos
en países vecinos. Es bastante razonable juzgar que sin esa deforestación salvaje
los Amazónicos no hubiésemos sufrido las sequías extremas que hemos sufrido en
el 2005 y el 2010, ni estaríamos sufriendo las crecientes extremas que hoy
destruyen las esperanzas de decenas de miles de personas.
Hace ya más de 30 años, Alwyn Gentry
y José López Parodi publicaron en la prestigiosa revista Science (1) un
artículo en el que atribuían a las cada vez más pronunciadas crecientes a la
colmatación del cauce del Amazonas y sus afluentes por efecto de la
deforestación en el piedemonte andino. ¿Qué dirían hoy estos dos sabios, ya
desaparecidos, si supiesen que sus predicciones de crecientes y vaciantes cada
vez más pronunciadas se han cumplido, y que, contrario a lo que contestaron
algunos críticos, el incremento de las crecientes no se puede explicar
simplemente por una variación cíclica más larga?
¿Qué hacer en la selva baja, si los
que más sufren las inundaciones no son los causantes del cambio climático, ni
de la deforestación en las laderas de los Andes? Primero, adaptarnos: sabemos
que estos desastres van a seguir repitiéndose, y probablemente con más fuerza
en las próximas décadas. Los barrios citadinos en zonas inundables de Iquitos
deben ser reubicados en tierras no inundables previa y debidamente
urbanizadas). En segundo lugar, recuperar tecnologías indígenas de manejo de
áreas inundables y preservación de alimentos para las épocas de creciente. Y en
tercer lugar, coordinar con los gobiernos regionales que tienen Ceja de Selva y
con el Gobierno Nacional para que de una vez por todas se enfrente el problema
de la deforestación en cabeceras de cuenca, tan maligna como la minería ilegal.
Debemos proteger los bosques
amazónicos, y especialmente los de las cabeceras de los ríos, como una
salvaguarda y una barrera frente a las amenazas del cambio climático y, quién
sabe, de las iras de la poderosa Purahua del Amazonas y sus consortes los ríos
tributarios, que se mostrarían más amables con los humanos.
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