Es 1975 y el Barrio
Iquitos, al que algunos llaman la Venecia pucallpina, todavía existe. En uno
sus bares, frente a la puerta del entonces Petro Perú, Juanito Shuña llora un
amor que no será suyo para siempre, mientras un long play habla de desamores
que el hombre no escucha.En otra mesa, dos hombres lo miran con lástima. Ese
Juanito Shuña está más loco que una cabra. Dice que se ha vivido con una Yara,
allá por el río Callería. ¿Una mujer hermosa en la selva? ¡Eso no existe!
Juanito Shuña tampoco creía que existían. Alguna vez había escuchado decir a su abuelo que la yara era un ave o pájaro silvestre que tiene la propiedad de transformarse en una bella mujer, tan bella que los otros seres la consideran “la reina del bosque”.
A sus veinte años, en su oficio de “matero”, es decir buscador de madera preciosa, jamás había visto una mujer hermosa en el bosque. Para él, como para muchos, la yara era un ser mitológico al que su abuelo, alguna vez describió como una mujer de extraordinaria belleza. El nombre “Yara”, es de origen tupí-guaraní la lengua de los kokamas de Tushmo, y se traduciría como “maga del bosque”.
Su abuelo también había contado que era una mujer de color verde, con el que se camufla en el bosque; aunque otros la describían como una mujer que tiene el color de la piel de los troncos de madera de los bosques amazónicos, y con una cabellera verde que el viento agita constantemente. Una mujer así, podía vivir fácilmente en el bosque sin que nadie la vea.
Decía el abuelo que, a veces, se presentaba con una cabellera dorada como los pelos del maíz. Y que trae buena suerte cuando es ella la que busca el acercamiento con un hombre, pero, mala suerte si el hombre la descubre por casualidad en la orilla de una quebrada o en el norde de algún camino del bosque. Cuando se la encuentra por casualidad, mejor es no darse por enterado y seguir de frente, decía el abuelo, haciendo el ademán de caminar.
También contaba que cuando la hermosa Yara se enamora, canta y ejerce poderosa sugestión en el hombre que la oye y al cual dirige su canto. La sugestión es mayor cuando mira con sus ojos parecidos a los de un ave. La persona queda inmediata e irremediablemente magnetizada y atraída por la mujer que goza con el encuentro.
Todo eso lo había escuchado Juanito Shuña y, muchas veces, cuando recorría el monte virgen en busca de cedros y caobas, había pensado que las yaras no existen y que el abuelo sólo había alimentado su imaginación, porque casi siempre terminaba sus relatos, diciendo: “cada vez que la recuerdo, me pongo a llorar” y, efectivamente, el abuelo lloraba como si alguna vez se hubiese encontrado con una yara. “Abuelo loco”, decía Juanito, recordando lo bueno que había sido el viejo hasta que se murió envenenado con la mordedura de un fiero shushupe.
Una tarde que Juanito regresaba a su campamento, estando cerca de un riachuelo, escuchó un extraño y bello canto. Cuando se acercó al lugar de donde brotaba la canción, encontró dos hermosos ojos verdes que lo miraban insinuantes.
De repente, Juanito fue atrapado por la llama inextinguible del amor. Se sintió atraído por esa misteriosa mujer que apareció de la nada. Y vivió con ella, momentos placenteros. Durante ese tiempo, jamás se preguntó quién y cómo había llegado esa mujer hasta lo más profundo del bosque.
Sus compañeros del campamento no lo buscaron porque Juanito desaparecía por varios días buscando los manchales de madera.
Pero lo que su abuelo no le había dicho a Juanito es que el amor de la Yara dura apenas el tiempo de la luna llena. Y así fue.
Pasados esos días, era como si Juanito hubiera despertado de un sueño. La Yara había desaparecido y recién, el matero se había dado cuenta que esa mujer era la Yara.
Triste, la buscó y no la encontró. Por eso, cuando Juanito volvió a Pucallpa, lo primero que hizo fue emborracharse en los bares del puerto, para contar a los demás su aventura.
Péro nadie le cree. Y está allí, solitario, escuchando música que no escucha, llorando por la Yara.
Lo que tampoco sabe Juanito es que pasado un año, la Yara volverá al mismo lugar y que de su pasada unión habrán nacido chullachaquis.
Pero esa, es otra historia.
Juanito Shuña tampoco creía que existían. Alguna vez había escuchado decir a su abuelo que la yara era un ave o pájaro silvestre que tiene la propiedad de transformarse en una bella mujer, tan bella que los otros seres la consideran “la reina del bosque”.
A sus veinte años, en su oficio de “matero”, es decir buscador de madera preciosa, jamás había visto una mujer hermosa en el bosque. Para él, como para muchos, la yara era un ser mitológico al que su abuelo, alguna vez describió como una mujer de extraordinaria belleza. El nombre “Yara”, es de origen tupí-guaraní la lengua de los kokamas de Tushmo, y se traduciría como “maga del bosque”.
Su abuelo también había contado que era una mujer de color verde, con el que se camufla en el bosque; aunque otros la describían como una mujer que tiene el color de la piel de los troncos de madera de los bosques amazónicos, y con una cabellera verde que el viento agita constantemente. Una mujer así, podía vivir fácilmente en el bosque sin que nadie la vea.
Decía el abuelo que, a veces, se presentaba con una cabellera dorada como los pelos del maíz. Y que trae buena suerte cuando es ella la que busca el acercamiento con un hombre, pero, mala suerte si el hombre la descubre por casualidad en la orilla de una quebrada o en el norde de algún camino del bosque. Cuando se la encuentra por casualidad, mejor es no darse por enterado y seguir de frente, decía el abuelo, haciendo el ademán de caminar.
También contaba que cuando la hermosa Yara se enamora, canta y ejerce poderosa sugestión en el hombre que la oye y al cual dirige su canto. La sugestión es mayor cuando mira con sus ojos parecidos a los de un ave. La persona queda inmediata e irremediablemente magnetizada y atraída por la mujer que goza con el encuentro.
Todo eso lo había escuchado Juanito Shuña y, muchas veces, cuando recorría el monte virgen en busca de cedros y caobas, había pensado que las yaras no existen y que el abuelo sólo había alimentado su imaginación, porque casi siempre terminaba sus relatos, diciendo: “cada vez que la recuerdo, me pongo a llorar” y, efectivamente, el abuelo lloraba como si alguna vez se hubiese encontrado con una yara. “Abuelo loco”, decía Juanito, recordando lo bueno que había sido el viejo hasta que se murió envenenado con la mordedura de un fiero shushupe.
Una tarde que Juanito regresaba a su campamento, estando cerca de un riachuelo, escuchó un extraño y bello canto. Cuando se acercó al lugar de donde brotaba la canción, encontró dos hermosos ojos verdes que lo miraban insinuantes.
De repente, Juanito fue atrapado por la llama inextinguible del amor. Se sintió atraído por esa misteriosa mujer que apareció de la nada. Y vivió con ella, momentos placenteros. Durante ese tiempo, jamás se preguntó quién y cómo había llegado esa mujer hasta lo más profundo del bosque.
Sus compañeros del campamento no lo buscaron porque Juanito desaparecía por varios días buscando los manchales de madera.
Pero lo que su abuelo no le había dicho a Juanito es que el amor de la Yara dura apenas el tiempo de la luna llena. Y así fue.
Pasados esos días, era como si Juanito hubiera despertado de un sueño. La Yara había desaparecido y recién, el matero se había dado cuenta que esa mujer era la Yara.
Triste, la buscó y no la encontró. Por eso, cuando Juanito volvió a Pucallpa, lo primero que hizo fue emborracharse en los bares del puerto, para contar a los demás su aventura.
Péro nadie le cree. Y está allí, solitario, escuchando música que no escucha, llorando por la Yara.
Lo que tampoco sabe Juanito es que pasado un año, la Yara volverá al mismo lugar y que de su pasada unión habrán nacido chullachaquis.
Pero esa, es otra historia.
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