(Cuento)
La señora Leonilda
Valladares era una buena vecina del barrio El Mirador, de la comunidad Buena
Vista, del distrito y provincia Tambopata, de la selva de Madre de Dios. Además
era la dueña de una hermosa casita de concreto; y la más acérrima enemiga de
todas las variedades de hormigas que había en la región. De las unas porque
picaban o de las otras porque mordían, invadían el azúcar o sus postres dulces,
destruían los libros de su biblioteca o acababan con las hojas de sus arbustos.
Apenas se levantaba, su ocupación principal era buscar los nuevos hormigueros
que se habían instalado en su propiedad, porque, para ella, las hormigas
jamás serían bienvenidas. Lo que le preocupaba en esos días, era un “caserón”
de hormigas curuhuinse que se habían instalado recientemente.
Las hormigas curuhuinses son aquellos laboriosos insectos que excavan inmensas galerías subterráneas, las cuales le sirven como madriguera y también como campo de cultivo. Entonces recolectan gran cantidad de hojas, y con ellas preparan una masa orgánica especial, sobre la que cultivan unos hongos que les sirven de alimento.
Estas nuevas visitantes estaban acabando con las hojas de los árboles de castañuela que brindaban una sombra excelente en las tardes de verano. La señora Leonilda inició inmediatamente un frontal y sanguinario ataque contra aquellos tenaces insectos. Empezó echándoles agua hirviente, por los dos orificios de entrada al hormiguero, cada uno de los cuales estaba señalado por montículos de tierra, que las hormigas sacaban del subsuelo.
Sin embargo, a la mañana siguiente, había dos nuevos orificios de entrada, con sus respectivos montículos. Esto no le hacía ninguna gracia a la buena señora Leonilda, pero como siempre solía decir con orgullo, a ella nunca le habían ganado las hormigas; y esta no sería la primera vez. ¡Por supuesto que no!, pensó. Tomó el recipiente con el menjunje especial, que ella misma había preparado, en base a orines fermentados con rocoto extra picante y lo vertió al interior del hormiguero; y para asegurarse la victoria más completa, añadió ácido muriático y sulfúrico por todos los orificios de entrada. Sin embargo, sorprendentemente, a la mañana siguiente, nuevos montículos de tierra hablaban con claridad del frenético trabajo de sus enemigas.
La señora Leonilda estaba “hecha una furia”, su cuerpo temblaba, paseaba de un lado para otro con los puños apretados y en su cara enrojecida, sus ojos parecían dos grietas insondables. Cogió una galonera que tenía llena de gasolina, vació el contenido por los orificios de entrada del hormiguero y le prendió fuego. Se escuchó una gran explosión que remeció los cimientos de su casa; no obstante esto no le importó demasiado y, gritó de alegría, creyendo derrotadas a sus tozudas enemigas. Desde luego, que el alevoso ataque causó gran mortandad entre los insectos. Sin embargo, esto solo exacerbó el carácter y la mística de equipo de la gran colonia. Las hormigas se reagruparon, se reorganizaron y reiniciaron con más bríos la tarea de ampliación de su hormiguero. Prueba de ello, al amanecer siguiente, los montículos de tierra rodeaban por completo la casa de la señora Leonilda,; quien no sabiendo ya qué hacer, viajó a la chacra de su hermano Pedro, a pedir su ayuda y consejo. Su hermano, como hombre de campo, recomendó a su hermana plantar yerbaluisa cerca de los hormigueros; asegurándole que con esto sería suficiente para que las hormigas trasladaran su hormiguero a otro sitio, lejos de las plantitas de yerbaluisa. Desde luego, que la solución propuesta por su hermano, no convenció para nada a la señora Leonilda. Ella quería escuchar consejos que tuvieran que ver con ácidos, potentes venenos, fuego o explosiones. Era obvio que su hermano no conocía la testarudez de sus, ahora formidables, enemigas. Lo convenció para que la acompañara a verificar la situación problemática en la que ahora se encontraba.
Al día subsiguiente llegó al barrio en compañía de su hermano; sin embargo, ambos no podían creer lo que veían: La casa no estaba en su lugar habitual, ésta se había hundido por completo en la galería subterránea de las hormigas curuhuinse.
Como producto de la fuerte impresión, la señora Leonilda perdió la razón. Al comienzo lloró por mucho tiempo, sobre el hombro de su hermano, por la irreparable pérdida. A continuación, como si hubiera asimilado positivamente su desgracia, estalló en una crisis de risa incontenible.
En su delirio, la pobre señora gritaba: “¡Las hormigas han ganado!”, “las hormigas han ganado!”, “¡las hormigas viven en mi casa!”, “¡las hormigas tienen nueva casa!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡las hormigas tienen nueva casa!” “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”…
Las hormigas curuhuinses son aquellos laboriosos insectos que excavan inmensas galerías subterráneas, las cuales le sirven como madriguera y también como campo de cultivo. Entonces recolectan gran cantidad de hojas, y con ellas preparan una masa orgánica especial, sobre la que cultivan unos hongos que les sirven de alimento.
Estas nuevas visitantes estaban acabando con las hojas de los árboles de castañuela que brindaban una sombra excelente en las tardes de verano. La señora Leonilda inició inmediatamente un frontal y sanguinario ataque contra aquellos tenaces insectos. Empezó echándoles agua hirviente, por los dos orificios de entrada al hormiguero, cada uno de los cuales estaba señalado por montículos de tierra, que las hormigas sacaban del subsuelo.
Sin embargo, a la mañana siguiente, había dos nuevos orificios de entrada, con sus respectivos montículos. Esto no le hacía ninguna gracia a la buena señora Leonilda, pero como siempre solía decir con orgullo, a ella nunca le habían ganado las hormigas; y esta no sería la primera vez. ¡Por supuesto que no!, pensó. Tomó el recipiente con el menjunje especial, que ella misma había preparado, en base a orines fermentados con rocoto extra picante y lo vertió al interior del hormiguero; y para asegurarse la victoria más completa, añadió ácido muriático y sulfúrico por todos los orificios de entrada. Sin embargo, sorprendentemente, a la mañana siguiente, nuevos montículos de tierra hablaban con claridad del frenético trabajo de sus enemigas.
La señora Leonilda estaba “hecha una furia”, su cuerpo temblaba, paseaba de un lado para otro con los puños apretados y en su cara enrojecida, sus ojos parecían dos grietas insondables. Cogió una galonera que tenía llena de gasolina, vació el contenido por los orificios de entrada del hormiguero y le prendió fuego. Se escuchó una gran explosión que remeció los cimientos de su casa; no obstante esto no le importó demasiado y, gritó de alegría, creyendo derrotadas a sus tozudas enemigas. Desde luego, que el alevoso ataque causó gran mortandad entre los insectos. Sin embargo, esto solo exacerbó el carácter y la mística de equipo de la gran colonia. Las hormigas se reagruparon, se reorganizaron y reiniciaron con más bríos la tarea de ampliación de su hormiguero. Prueba de ello, al amanecer siguiente, los montículos de tierra rodeaban por completo la casa de la señora Leonilda,; quien no sabiendo ya qué hacer, viajó a la chacra de su hermano Pedro, a pedir su ayuda y consejo. Su hermano, como hombre de campo, recomendó a su hermana plantar yerbaluisa cerca de los hormigueros; asegurándole que con esto sería suficiente para que las hormigas trasladaran su hormiguero a otro sitio, lejos de las plantitas de yerbaluisa. Desde luego, que la solución propuesta por su hermano, no convenció para nada a la señora Leonilda. Ella quería escuchar consejos que tuvieran que ver con ácidos, potentes venenos, fuego o explosiones. Era obvio que su hermano no conocía la testarudez de sus, ahora formidables, enemigas. Lo convenció para que la acompañara a verificar la situación problemática en la que ahora se encontraba.
Al día subsiguiente llegó al barrio en compañía de su hermano; sin embargo, ambos no podían creer lo que veían: La casa no estaba en su lugar habitual, ésta se había hundido por completo en la galería subterránea de las hormigas curuhuinse.
Como producto de la fuerte impresión, la señora Leonilda perdió la razón. Al comienzo lloró por mucho tiempo, sobre el hombro de su hermano, por la irreparable pérdida. A continuación, como si hubiera asimilado positivamente su desgracia, estalló en una crisis de risa incontenible.
En su delirio, la pobre señora gritaba: “¡Las hormigas han ganado!”, “las hormigas han ganado!”, “¡las hormigas viven en mi casa!”, “¡las hormigas tienen nueva casa!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡las hormigas tienen nueva casa!” “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”, “¡ja ja ja ja ja ja ja!”…
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