La numerosa familia de las
huanganas, emprendió la marcha hacia la gran restinga donde era abundante y
fácil de conseguir alimentos de bellotas y raíces.
El gran jefe de largos colmillos
iba adelante, haciéndose notar tanto por su tamaño como por el blanco manchón
que ostentaba en la frente. A los lados caminaban los machos y en el centro las
hembras y sus crías.
Los animales de la selva al
sentir el sordo bramido de una tempestad lejana, alzaban la cabeza y olfateaban
el viento, comprendían que era la tropa de huanganas en marcha.
Entonces la boas despertaban de
sus sueños, huían levantando un torbellino de hojas secas, dejando en el suelo
un surco hondo.
Los feroces tigres, erizados los
pelos de la cola, con paso elástico se alejaban en direcciones opuestas a las
de las huanganas.
Las sachavacas que por la rigidez
de su cuello solo pueden ir en línea recta, también huían.
Las huanganas eran el terror de
los animales de la selva.
Una boa puede triturar con los
anillos de su cuerpo cuatro huanganas al mismo tiempo, pero no puede luchar con
quinientas o con mil huanganas.
Antes de haberse preparado para
la lucha, ya la manada la habría devorado.
Un tigre puede destrozar una
huangana de una dentellada o de un zarpazo, pero, nada más, pues mientras tanto
habría desaparecido deshecho en mil pedazos, porque no hay fuerza capaz de
luchar contra una manada de huanganas. Por eso, huían los animales de laselva.
El viejo otorongo había vivido
mucho y mucho, había comprendido. Ya sus años no le permitían como antes,
correr tras el veloz venado, ni lanzarse sobre el lomo de una sachavaca.
Ahora prefería esperar
pacientemente frente a la madriguera del majaz o el añuje, sorprender a un
venadito o robarles a los lobos de río su provisión de pescado fresco.
En sus años mozos, se atrevió a
acercarse al poblado y sacar del establo entre sus poderosos dientes a una
ternera, saltando cercos se había retirado sin soltar su presa, haciendo frente
a zarpazos a diez perros.
Hasta que conoció el sabor de la carne del hombre y
desde entonces las demás carnes le parecían insípidas.
Por eso, el viejo otorongo podía
contar la suerte de muchos caucheros perdidos en la selva. Por eso, el otorongo
había sido manchado para siempre en castigo de haber gustado la carne humana,
la sarna roía su piel incesantemente.
Ahora ya no se atrevía a
acercarse al poblado. El viejo otorongo se limpió la nariz con la lengua: ¡Era
tan sabrosa la carne del hombre!
La huangana de edad adulta tiene
un carácter muy serio y no pierde el tiempo en juegos de ninguna clase.
Metódicamente osa la tierra,
tritura los frutos, masca las raíces y si encuentra algo aprovechable, gruñe
avisando a sus compañeros.
En cambio, las jóvenes huanganas,
son retozonas y atrevidas, no obstante que las mayores las castigan a hocicazos
y con ligeros mordiscos.
Pero nada basta para
escarmentarlas y a menudo, entretenidas en simiklar combates con un enemigo
invisible, se retrasan de la manada, cosa a la que no se atrevería una huangana
de mayor edad.
Esto era conocido por el viejo
otorongo, por eso, más que caminar, se arrastraba detrás de la manada a
prudente distancia.
Las viejas huanganas notaron
indignadas y apenadas , que diariamente se perdían una o dos crías y
comprendían lo que ocurría.
El gran jefe gruñe ferozmente. El
atrevido otorongo pagaría su crimen.
Cuando la manada de huanganas
llegó al bajío de la restinga, su línea se abrió hasta tocar los lindes con el
bosque alto, luego el centro penetraba en el bajío y los extremos se iban
rezagando.
El viejo otorongo, antes de
aventurarse a penetrar en el bajío, vaciló. Su larga experiencia le indicó que
allí había un gran peligro, porque no tenía la defensa de los árboles.
Pero, ¿ Acaso, ya era tan viejo que no podría correr
veinte veces más rápidamente que la más ágil huangana?.
Cuando el viejo otorongo llegó al
centro del bajío, vio que la manada le salía al encuentro. Retrocedió, atrás
había otro grupo. El otorongo se dirigió a la derecha, pero, por ahí también el paso estaba cerrado. Giró los ojos
a su alrededor y vio que los grupos unidos habían formado en torno suyo un
círculo fatal.
¡Oh, si hubiese un árbol! Tal vez
pidiera alcanzar la copa de una palmera, pero eran tan agudas las espinas y los troncos tan delgados que no
encontraría como subir.
Mientras tanto, el círculo de
huanganas se cerraba más, alzando sus hocicos armados de amarillentos colmillos.
El otorongo se replegó sobre sus
patas traseras, se hizo un anillo y en un esfuerzo desesperado se lanzó hacia
la copa de una palmera.
Una de las zarpas del otorongo
rozó la copa de la palmera, pero no alcanzó a cogerla y el otorongo en el ansia
de vivir, se aferró al tronco sembrado de espinas.
Sintió a lo largo de los brazos y
del tórax como se clavaban las espinas, pero no se soltó.
La manada esperaba en silencio,
con las cabezas vueltas hacia arriba.
El viejo otorongo sintió que
resbalaba y no podía morir así, sin luchar y sin matar.
Se sobrepuso a su dolor y se
aferró al tronco. Ya no sentía las punzadas de las espinas. Vio delante del
bosque los colmillos del gran jefe y con un largo rugido que estremeció la
selva, se lanzó sobre él.
Crujieron unas vértebras que se
rompían y cayó sobre el otorongo una masa de cerdos trinchudos, sangre que
chispea, dientes que trituran y luego… silencio.
La gran manada de huanganas
emprendió su marcha cabizbaja y triste.
Al frente iba otro jefe.
Sobre el suelo removido por la
lucha solo quedaban descarnados y sangrantes los cráneos del jefe de las
huanganas y del otorongo, que mostraban los dientes en una póstuma amenaza.
Humberto Del Águila Arriaga
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