(Tania Arévalo Lazo )
Tarapoto, conocida como la “Ciudad de las Palmeras”,
tenía una amplia plaza frecuentada por visitantes y lugareños, en la parte alta
estaba la vieja casona de mi tatarabuela, una viejecita con trenzas larguísimas
y peinetas adornadas con cintas.
Se llamaba Rosario Ramírez Gómez y era conocido por los
paisanos como “Rosha Barba”, debido a que a simple vista aparentaba ser
bigotuda.
¡Ella era mi tatarabuela! Usaba polleras floreadas y
blusas bordadas a mano con dibujos.
En esos tiempos, las “yanasas” no llevaban calzón y orinaban paradas como
los hombres en medio del camino y mi tatarabuela era una típica yanasa, descendiente
directa de los indios lamistas.
Sus pies generalmente descalzos y usaba un bastón de
madera para guiarse, ya que era ciega, pues perdió la vista a los 31 años.
Se deleitaba contando cuentos a los niños que la
visitaban, historias sobre las sirenas de los ríos, que cantaban en las noches
a los navegantes, los bufeos que se robaban a las personas y se los llevaban al
fondo de los ríos, la tenebrosa achiquin
vija, una anciana bruja que se comía a los niños solitarios.
También hablaba del chullachaqui, un diablillo del bosque
que se aparecía a los caminantes del bosque y lo que más llamaba la atención
eran historias sobre el tunchi, un personaje conocido por sus silbidos y muy
temido por los grandes y chicos porque personificaban el alma de un difunto.
Ella narró que una vez hubo un eclipse total de sol y
toda la ciudad de Tarapoto quedó a oscuras, las personas se asustaron mucho
porque ignoraban lo que sucedía y pensaban que era el fin del mundo, fue un
hecho que nunca pudo olvidar.
La casa donde vivía era grande, tenía una cocina rústica
al fondo del huerto con techo de hojas de palmeras y había un enorme horno de
barro y una tullpa(cocina a leña) que siempre paraba encendida, donde se asaban
plátanos, se preparaban comidas con carne del monte, hormigas, grandes suris y
una especie de ratones del monte que hoy día ya no se ven.
No faltaba el mazo de sal extraído de la mina de
Pilluana, que era utilizada para preparar tacachos con chicharrón y manteca de chancho.
Mi tatarabuela ayudaba a amasar las sabrosas rosquitas de
almidón, tortillas como huahuillos y pushcos, suspìros, panes y bizcochuelos de
maíz, los que lo preparaban batiendo huevos en una olla de barro, girando un
palito de madera entre sus manos.
Le agradaba sentarse sobre una banca de madera para
escoger el arroz, que primero eran pilados en un pilón del huerto antes de ser
depositados sobre la larga mesa del comedor.
Todas las mañanas se levantaba con el canto de los gallos
y agitando el maíz dentro de una bandeja redonda, llamaba y alimentaba a las
gallinas y pollitos.
Ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a tejer
hermosas pretinas, hamacas y manteles de variados colores.
En sus ratos libre se dedicaba con paciencia a los niños
piojosos, quienes eran despiojados por sus delicadas manos o por una menuda
peineta confeccionada de cuerno de vaca.
A pesar de su ceguera, ella era alegre e incluso iba a su
chacra en compañía de sus hijas ya mayores llevando un bastón.
Cuando las lluvias era torrenciales y nadie podía ir a la
chacra, doña Rosha Barba , pedía que alguien dibuje sobre la tierra del patio
un sonriente sol, mientras encendía las velas a “San Joaquín”, el abuelo de
Jesús, un santito barbón de medio metro de alto, fabricado con yeso y al cabo
de pocas horas cesaba la lluvia.
Una vez le contó a mi mamá que estando sola en su cuarto,
sintió la presencia de alguien más, le pareció que era un niño pequeño, porqué
se dejó tocar la cabeza y extrañamente tenía unas orejas puntiagudas por lo que
supo que era un duende.
Este duende era bromista y jugaba con los mosquiteros de
las camas.
También decía que todos los años, una semana antes de
cada primero de noviembre, bajan del cielo las almas de los muertos, en medio
de truenos y relámpagos, asustando a todos , especialmente a los niños y que
después de visitarnos y recoger sus pasos, los espíritus subían de la misma
forma en que llegaron.
Ella murió ancianita, estuvo en cama varios días y que en
su agonía podía ver hermosos jardines con flores y niños alegres.
Ella conocía la luz, porque no siempre fue ciega, le dijo
a mi mamá que los labios de Jesús parecían pintados de rojo.
Todos la recordamos, desearía haberla conocido más. Ha de
haber sido ella muy divertida.
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