(Francisco Izquierdo
Ríos)
A orillas
del río Utcubamba estaban en la choza, la vieja Estefa con su marido don
Evaristo y su sobrino Orencio.
Era un
amanecer y Orencio decía: Parece mentira tío Eva que no encontremos a ese puma.
Así es
Orencio, ese animal parece hijo del diablo.
El mismo
diablo, el mismo diablo tío Eva, a pesar que lo buscamos tanto no lo podemos
encontrar, no los perros, hombre ni los perros.
El viejo
Evaristo contó a Orencio, que en su juventud, antes de que éste naciera había
matado un puma en Silca.
Los perros
lo forzaron a subir a un árbol en las riberas del Utcubamba y allí lo mató con
un certero disparo de su escopeta y era un puma grandazo.
Caray tío
Eva no parecemos hombres, le cortó su relato el joven Orencio.
¡ Juro que
esta noche encontraré yo al puma, seguramente se esconde en el Cerro de los
Aguelos. Iré allí.
Cuidado
Orencio, yo nunca me he atrevido. Nadie. Los ágüelos agarran a la gente.
Pero,
hasta ahora no hemos buscado allí el puma y yo iré mascando coca fresca.
¡Cuidado
muchacho¡ Cuidado y el viejo contó al joven que muchos años atrás cuando
Orencio todavía era muy niño, un hombre del lugar llamado Cirilo se había ido a
ese cerro donde duermen su sueño de siglos de los ágüelos.
No me
harán nada decía Cirilo tengo buena coca y se burlaba de ellos. Les tiraba
piedras.
Y no has
de creer Orencio , concluyó el viejo.
Cuando
Cirilo llegó su casa, en ese instante enfermó, le dolía la cintura, le salieron
grandes tumores en el costado y se llenó de sarna de pies a cabeza, se
descascaraba el pobre como perro atacado del mismo mal.
Se hizo
haragán como el pájaro shihuín, solo junto al fogón nomás quería vivir. Antes
era muy trabajador.
Le habían
agarrado, pues los aguelos y una noche se acabó como una lámpara.
Callaron y
seguían masticando la coca como rumiantes.
Mi coca se
ha vuelto amarga, es aviso de algo malo – Orencio.
Por el
aguacero que ya cae ha de ser tío – le contestó Orencio.
Orencio,
los ágüelos no quieren que nadie les moleste, le volvió a advertir el anciano.
El puma es
muy astuto, ataca en el día, pero se vale más de la noche para sorprender a los
potrillos, a los becerros, a los caballos y bueyes.
Y salta al
pescuezo del animal, prendiendo sus garras y colmillos con ferocidad.
La víctima
cae con el pescuezo roto, la cabeza desgajada y el puma lo arrastra a un lugar
solitario donde lo come a su gusto, haciendo brillar a su pupo.
Es el
terror de las chacras y pobladores.
Silca es
un pequeño valle del río Utcubamba, afluente del río Marañón y estaba acabando
al escaso ganado y con la paciencia de los moradores.
Desesperados
estaban los moradores por los perjuicios que les venía ocasionando el puma, lo
buscaban día y noche por todo el valle solo o con ayuda de los perros, pero no
lo encontraban.
Algunos
encontraban las huellas del puma en los caminos pero cuando los estaban
siguiendo, de pronto por encanto desaparecían las huellas y le armaban trampas
y nada.
Orencio se
frotó el cuerpo con coca mascada y se encaminó hacia el Cerro de loa Ágüelos,
confiaba en el poder de su coca y en su juventud.
Llegó a un
bosquecillo junto a la quebrada en el Cerro de los Ágüelos, Orencio temblaba,
luego algo maravilloso le sucedió , poco a poco fue teniendo confianza en ese
lugar, perdiendo el miedo a ese cerro, se sentía atraído hacia el…
Cuando seguía
caminando con cautela escuchó ruidos, se detuvo y vio a cierta distancia dos
ojazos que le miraban fijos a través de la oscuridad.
Se quedó hipnotizado
mirando esos dos puntos de fuego que parecían ojos del diablo, luego reaccionó
y quiso dispararle, que no era otra cosa que el puma, dando media a saltos
empezó a descender a la quebrada y Orencio como un autómata se fue tras el
hacia el abismo.
Orencio siguió al
puma que ya subía con rodeos al Cerro de los Ágüelos, iba tras el animal
cogiéndose de las hierbas y de las piedras.
Ya no era dueño de
su ser, parecía como que una fuerza sobrenatural le arrastraba hacia arriba.
De pronto el puma
desapareció, no se dejó ver más y Orencio se quedó pasmado al darse cuenta de
que se encontraba en el Cerro de los Ágüelos.
Al amanecer, Orencio
se contorsionaba, alzaba los pies, movía las manos.
De pronto se dio
cuenta de que estaba rodeado por veinte indios viejos, con ponchos raídos y
amarillentos y uno de ellos, el Curaca con corona de plumas, la mano izquierda
sobre la cabeza de un puma y un pedazo de madera en la derecha a modo de cetro,
dio una señal los demás para que se
llevaran a Orencio a la necrópolis.
Le introdujeron en
una cueva grande, donde se encontraba el curaca sentado en un banco de piedra,
junto a él estaba echado el puma como un enorme gato.
Sus conductores
acostaron a Orencio en el suelo junto al
Curaca y se colocaron en dos filas a ambos lados de él.
Se levantó el Curaca
hizo una reverencia al cóndor y a la serpiente, ambos de piedra.
Luego apuntándole
con el cetro dijo colérico a Orencio:”Pagarás caro tu atrevimiento, no sabes
acaso que este lugar es sagrado. Se paralizarán tus manos, tus pies y no podrás
andar más.”
Así sea – aprobaron
los otros en coro – inclinándose.
Orencio
despertó al amanecer, quiso levantarse y
no puedo, su cuerpo no le obedecía, no podía moverse por ningún lado,
permanecía tieso como un muerto.
Todo lo sucedido en
la noche parecía un sueño malo o sea una pesadilla.
No. No había sido un
sueño, le habían agarrado los ágüelos . Estaba en el cerro de ellos
inutilizado, inválido, gritaba, pero sus gritos morían en el sordo rumor de las
aguas de la quebrada.
Su desesperación
creció al oír aleteos sobre él y descubrió que eran buitres que le miraban
golosamente desde las peñas.
Los indios, hombres
y mujeres estaban arrodillados en el fondo de la quebrada, frente al Cerro de
los Ágüelos, quienes de rato en rato arrojaban puñados de coca mascada a la
montaña.
La desaparición de
Orencio, como es natural había provocado alarma en el pueblito de Silca, todos
miraba con terror el Cerro de los y decían los ágüelos le han agarrado.
El viejo Evaristo
decía ¿Y qué hacemos ahora? Parecían preguntarse todos con un miedo profundo.
Iremos al Cerro y
rogaremos a los ágüelos para que lo suelten – expresó la vieja Estefa.
Y dudando se fueron
al Cerro provistos de abundante coca.
¿Realmente Orencio
estará allí?
Orenciooooooo, llamó
el viejo Evaristo suavemente con las manos ahuecadas en la boca.
La montaña se erizó
como un monstruo, volaron algunos buitres y los indios quisieron huir.
La vieja Estefa les
detuvo, diciendo:” No nos harán nada los ágüelos, ellos saben que no hemos
venido a molestarles”.
Y volvieron a
arrodillarse y a mascar coca.
Ahí está avisó de
pronto Tishtico señalando una peña. Ahí, ahí.
Todos se
arremolinaron junto al muchacho Orencio, estaba en la quebrada recostado en una
peña.
Los ágüelos, los
ágüelos, le han agarrado los ágüelos y está muerto.
Casilda, la novia de
Orencio , lloraba bajo un arbolito.
Orencioooooo, volvió
a llamar el viejo Evaristo- Orencioooo.
Oooooooooooo, respondió
una voz quejumbrosa de las entrañas del cerro como si fuera uno de los ágüelos
que contestaba desde la lejanía de los siglos.
¿Será la voz de uno
de los ágüelos? Los indios dudaban.
Nadie se atrevía a
subir al cerro, hasta que la bella Casilda quiso escalar, avergonzándole a
Natico, amigo íntimo de Orencio y él era un mozo fornido, valiente, hábil
trepador de montañas y dominador de la cordillera agreste.
Natico se frotó el
cuerpo con coca y terciándose al pecho una larga soga de cuero enrollada, ascendió
con sumo cuidado la difícil montaña.
Cuando Natico llegó
al lugar donde se encontraba Orencio, rápidamente echó a éste coca mascada en el cuerpo y amarrándolo con la soga por
debajo de los brazos e hizo descender con cautela como un fardo.
Los demás esperaban
a Orencio al pie de la montaña, lo cogieron y lo llevaron al otro lado de la
quebrada donde todos le arrojaron coca masticada y él inconsciente deliraba.
Mientras tanto Natico sujetando la soga a una
piedra, con la escopeta de Orencio a la espalda, ya en tierra, orgulloso de su
triunfo dio dos saltos como el cóndor cuando va a volar.
El aguacero venía
bramando como centenares de pumas desde el oeste.
Los indios corrieron
a Silca conduciendo a Orencio en una improvisada camilla.
La lluvia y la noche
sepultaron a Silca. Orencio en la choza del viejo Evaristo estaba tieso en la
cama, continuaba delirando, gritando: No me lleven, por favor suéltenme.
Dios santo, son los ágüelos,
exclamaron espantados los indios masticando coca. En el fondo de la noche
iluminada por una débil lámpara de aceite. ¿Los ágüelos?.
La sombra del brujo
se irguió, de repente en la habitación. Ahuyentando a los indios al patio.
Y comenzó a conjurar
a los ágüelos, arrojando hojas de coca sobre él rígido cuerpo de Orencio.
Ejecutó luego la
danza del látigo e derredor del joven, la correa zumbaba casi rozando a éste
desde los pies al rostro.
Jadeante, sudoroso,
se sentó el brujo en un rincón, mirando como un búho al enfermo.
Al amanecer con el
canto de los gallos, salió al patio, asegurando a los demás indios que los ágüelos
se habían ido.
Orencio dormía
profundamente, despertó cuando el sol alumbraba radiante al valle ya sin
aguacero.
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