martes, 26 de marzo de 2019

EL CERRO DE LOS AGUELOS


                          (Francisco Izquierdo Ríos)
A orillas del río Utcubamba estaban en la choza, la vieja Estefa con su marido don Evaristo y su sobrino Orencio.
Era un amanecer y Orencio decía: Parece mentira tío Eva que no encontremos a ese puma.
Así es Orencio, ese animal parece hijo del diablo.
El mismo diablo, el mismo diablo tío Eva, a pesar que lo buscamos tanto no lo podemos encontrar, no los perros, hombre ni los perros.
El viejo Evaristo contó a Orencio, que en su juventud, antes de que éste naciera había matado un puma en Silca.
Los perros lo forzaron a subir a un árbol en las riberas del Utcubamba y allí lo mató con un certero disparo de su escopeta y era un puma grandazo.
Caray tío Eva no parecemos hombres, le cortó su relato el joven Orencio.
¡ Juro que esta noche encontraré yo al puma, seguramente se esconde en el Cerro de los Aguelos. Iré allí.
Cuidado Orencio, yo nunca me he atrevido. Nadie. Los ágüelos agarran a la gente.
Pero, hasta ahora no hemos buscado allí el puma y yo iré mascando coca fresca.
¡Cuidado muchacho¡ Cuidado y el viejo contó al joven que muchos años atrás cuando Orencio todavía era muy niño, un hombre del lugar llamado Cirilo se había ido a ese cerro donde duermen su sueño de siglos de los ágüelos.
No me harán nada decía Cirilo tengo buena coca y se burlaba de ellos. Les tiraba piedras.
Y no has de creer Orencio , concluyó el viejo.
Cuando Cirilo llegó su casa, en ese instante enfermó, le dolía la cintura, le salieron grandes tumores en el costado y se llenó de sarna de pies a cabeza, se descascaraba el pobre como perro atacado del mismo mal.
Se hizo haragán como el pájaro shihuín, solo junto al fogón nomás quería vivir. Antes era muy trabajador.
Le habían agarrado, pues los aguelos y una noche se acabó como una lámpara.
Callaron y seguían masticando la coca como rumiantes.
Mi coca se ha vuelto amarga, es aviso de algo malo – Orencio.
Por el aguacero que ya cae ha de ser tío – le contestó Orencio.
Orencio, los ágüelos no quieren que nadie les moleste, le volvió a advertir el anciano.
El puma es muy astuto, ataca en el día, pero se vale más de la noche para sorprender a los potrillos, a los becerros, a los caballos y bueyes.
Y salta al pescuezo del animal, prendiendo sus garras y colmillos con ferocidad.
La víctima cae con el pescuezo roto, la cabeza desgajada y el puma lo arrastra a un lugar solitario donde lo come a su gusto, haciendo brillar a su pupo.
Es el terror de las chacras y pobladores.
Silca es un pequeño valle del río Utcubamba, afluente del río Marañón y estaba acabando al escaso ganado y con la paciencia de los moradores.
Desesperados estaban los moradores por los perjuicios que les venía ocasionando el puma, lo buscaban día y noche por todo el valle solo o con ayuda de los perros, pero no lo encontraban.
Algunos encontraban las huellas del puma en los caminos pero cuando los estaban siguiendo, de pronto por encanto desaparecían las huellas y le armaban trampas y nada.
Orencio se frotó el cuerpo con coca mascada y se encaminó hacia el Cerro de loa Ágüelos, confiaba en el poder de su coca y en su juventud.
Llegó a un bosquecillo junto a la quebrada en el Cerro de los Ágüelos, Orencio temblaba, luego algo maravilloso le sucedió , poco a poco fue teniendo confianza en ese lugar, perdiendo el miedo a ese cerro, se sentía atraído hacia el…
Cuando seguía caminando con cautela escuchó ruidos, se detuvo y vio a cierta distancia dos ojazos que le miraban fijos a través de la oscuridad.
Se quedó hipnotizado mirando esos dos puntos de fuego que parecían ojos del diablo, luego reaccionó y quiso dispararle, que no era otra cosa que el puma, dando media a saltos empezó a descender a la quebrada y Orencio como un autómata se fue tras el hacia el abismo.
Orencio siguió al puma que ya subía con rodeos al Cerro de los Ágüelos, iba tras el animal cogiéndose de las hierbas y de las piedras.
Ya no era dueño de su ser, parecía como que una fuerza sobrenatural le arrastraba hacia arriba.
De pronto el puma desapareció, no se dejó ver más y Orencio se quedó pasmado al darse cuenta de que se encontraba en el Cerro de los Ágüelos.
Al amanecer, Orencio se contorsionaba, alzaba los pies, movía las manos.
De pronto se dio cuenta de que estaba rodeado por veinte indios viejos, con ponchos raídos y amarillentos y uno de ellos, el Curaca con corona de plumas, la mano izquierda sobre la cabeza de un puma y un pedazo de madera en la derecha a modo de cetro, dio una señal  los demás para que se llevaran a Orencio a la necrópolis.
Le introdujeron en una cueva grande, donde se encontraba el curaca sentado en un banco de piedra, junto a él estaba echado el puma como un enorme gato.
Sus conductores acostaron  a Orencio en el suelo junto al Curaca y se colocaron en dos filas a ambos lados de él.
Se levantó el Curaca hizo una reverencia al cóndor y a la serpiente, ambos de piedra.
Luego apuntándole con el cetro dijo colérico a Orencio:”Pagarás caro tu atrevimiento, no sabes acaso que este lugar es sagrado. Se paralizarán tus manos, tus pies y no podrás andar más.”
Así sea – aprobaron los otros en coro – inclinándose.
Orencio despertó  al amanecer, quiso levantarse y no puedo, su cuerpo no le obedecía, no podía moverse por ningún lado, permanecía tieso como un muerto.
Todo lo sucedido en la noche parecía un sueño malo o sea una pesadilla.
No. No había sido un sueño, le habían agarrado los ágüelos . Estaba en el cerro de ellos inutilizado, inválido, gritaba, pero sus gritos morían en el sordo rumor de las aguas de la quebrada.
Su desesperación creció al oír aleteos sobre él y descubrió que eran buitres que le miraban golosamente desde las peñas.
Los indios, hombres y mujeres estaban arrodillados en el fondo de la quebrada, frente al Cerro de los Ágüelos, quienes de rato en rato arrojaban puñados de coca mascada a la montaña.
La desaparición de Orencio, como es natural había provocado alarma en el pueblito de Silca, todos miraba con terror el Cerro de los y decían los ágüelos le han agarrado.
El viejo Evaristo decía ¿Y qué hacemos ahora? Parecían preguntarse todos con un miedo profundo.
Iremos al Cerro y rogaremos a los ágüelos para que lo suelten – expresó la vieja Estefa.
Y dudando se fueron al Cerro provistos de abundante coca.
¿Realmente Orencio estará allí?
Orenciooooooo, llamó el viejo Evaristo suavemente con las manos ahuecadas en la boca.
La montaña se erizó como un monstruo, volaron algunos buitres y los indios quisieron huir.
La vieja Estefa les detuvo, diciendo:” No nos harán nada los ágüelos, ellos saben que no hemos venido a molestarles”.
Y volvieron a arrodillarse y a mascar coca.
Ahí está avisó de pronto Tishtico señalando una peña. Ahí, ahí.
Todos se arremolinaron junto al muchacho Orencio, estaba en la quebrada recostado en una peña.
Los ágüelos, los ágüelos, le han agarrado los ágüelos y está muerto.
Casilda, la novia de Orencio , lloraba bajo un arbolito.
Orencioooooo, volvió a llamar el viejo Evaristo- Orencioooo.
Oooooooooooo, respondió una voz quejumbrosa de las entrañas del cerro como si fuera uno de los ágüelos que contestaba desde la lejanía de los siglos.
¿Será la voz de uno de los ágüelos? Los indios dudaban.
Nadie se atrevía a subir al cerro, hasta que la bella Casilda quiso escalar, avergonzándole a Natico, amigo íntimo de Orencio y él era un mozo fornido, valiente, hábil trepador de montañas y dominador de la cordillera agreste.
Natico se frotó el cuerpo con coca y terciándose al pecho una larga soga de cuero enrollada, ascendió con sumo cuidado la difícil montaña.
Cuando Natico llegó al lugar donde se encontraba Orencio, rápidamente echó a éste coca mascada  en el cuerpo y amarrándolo con la soga por debajo de los brazos e hizo descender con cautela como un fardo.
Los demás esperaban a Orencio al pie de la montaña, lo cogieron y lo llevaron al otro lado de la quebrada donde todos le arrojaron coca masticada y él inconsciente deliraba.
 Mientras tanto Natico sujetando la soga a una piedra, con la escopeta de Orencio a la espalda, ya en tierra, orgulloso de su triunfo dio dos saltos como el cóndor cuando va a volar.
El aguacero venía bramando como centenares de pumas desde el oeste.
Los indios corrieron a Silca conduciendo a Orencio en una improvisada camilla.
La lluvia y la noche sepultaron a Silca. Orencio en la choza del viejo Evaristo estaba tieso en la cama, continuaba delirando, gritando: No me lleven, por favor suéltenme.
Dios santo, son los ágüelos, exclamaron espantados los indios masticando coca. En el fondo de la noche iluminada por una débil lámpara de aceite. ¿Los ágüelos?.
La sombra del brujo se irguió, de repente en la habitación. Ahuyentando a los indios al patio.
Y comenzó a conjurar a los ágüelos, arrojando hojas de coca sobre él rígido cuerpo de Orencio.
Ejecutó luego la danza del látigo e derredor del joven, la correa zumbaba casi rozando a éste desde los pies al rostro.
Jadeante, sudoroso, se sentó el brujo en un rincón, mirando como un búho al enfermo.
Al amanecer con el canto de los gallos, salió al patio, asegurando a los demás indios que los ágüelos se habían ido.
Orencio dormía profundamente, despertó cuando el sol alumbraba radiante al valle ya sin aguacero.




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