Carlos
se bañaba en las aguas del río Huallaga en el mal paso del Vaquero cuya
corriente salvaje los alejaba de su pueblo Chazuta.
A
sus 14 años, joven, descendiente innato de los indios chauscasos viajaba en aquellos remotos años con la fiebre de la
siringa.
La
mañana en que la bella joven Rogelia lavaba sus ropas a orillas de una cocha
infestada de pirañas, sentada sobre una de las bancas de la canoa y de pronto
se le resbaló el único trozo de jabón que tenía y cayó a las oscuras aguas,
escena que fue observada por Carlos y entró en cólera.
Ay
no, Carlos ¿Por qué pues me miras así fruncido?
Caracho,
Rogelia, que cosa puedes hacer bien.
Todos,
todos, Carlos, hablan la fama de que eres un rabioso.
No
te metas al agua, mujer, es peligroso. Ve a la tushpa a preparar algo.
No
hay nada, Carlos.
Estaban
en una zona misteriosa inexplorada, a
orillas del río Huallaga, por donde atracaron,
guiados y liderados por don Cristóbal Bustamante, hacía apenas algunos
días.
Era
un grupo de hombres que acamparon en dicho lugar en busca de siringa.
Carlos
como buen mitayero pudo reconocer a satisfacción la existencia de una collpa,
pero no se lo comentó a nadie e iba marcando secretamente el camino para poder
volver a cazar en tan deseado lugar por los animales.
Había
árboles de capirona por todos lados en esa zona, ahí se apreciaban monos
frailecillos, loros, papagayos y siringas.
Carlos
miraba como su mujer golpeaba una vieja camisa suya contra los bancos de una
canoa, en su afán de quitar la sucia, `pero ya no tenían jabón y se quedó
pensativo.
Hey,
Carlos chullachaqui ¿Por qué ya vuelta me miras así, hombre?.
Idem
chullachaqui serías Rogelia. Mujer estamos sin pertrechos, solo fariñita
tenemos.
¿El
mejor mitayero de mi padre Cristóbal , sin pertrechos? Caracho vete a cazar
Carlos.
Sí,
hoy mismo lo haré Rogelia, tengo el lugar preciso. Saldré cuando se esté
despidiendo el atardecer.
Tenía
un inmenso mapacho entre sus labios, el humo del tabaco ahuyentaba a los
mosquitos.
A sus 54 años don Cristóbal había endurecido su
carácter en el trajinar por la selva amazónica.
Había
crecido entre árboles y ríos, acompañando a sus padres por todos lados, Ya que
también habían sido siringueros y cuando estaba pensando, un ave vino a cantar
sobre un árbol cercano a la choza y dijo:
Es el canto de un ayapullito, y
que nadie se atreva a imitar a esa ave.
¿Por
qué don Cristóbal
Y
recordó que cuando una vez llegaban de noche, un extranjero inglés remedó el
canto del ayapullito, el matero lo miró y movió la cabeza en sentido negativo.
Aquella
noche, todos los aborígenes abandonaron el campamento en balsas sin que nadie
pudiera hacer nada.
Don
Cristóbal apostó por la sabiduría de los aborígenes y bajó junto con ellos,
solo los ingleses se quedaron en el campamento, se resistieron a abandonar el
lugar puesto que habían muchas siringas que explotar aún y estas les
significaban riquezas al volver a su país.
Al
día siguiente volvieron el matero y don Cristóbal al campamento y a al llegar
el paisaje era desolador, todos estaban muertos, les habían chupado el cerebro
y cada cuerpo tenía herid as profundas ocasionadas por garras.
¡Runa
puma! ¡ Runa puma! Runa puma! Gritó espantado el matero.
Enseguida
colgó una shicra con tabaco en la rama de un pequeño árbol, se disculpó con la
madre selva y sin volver la mirada hacia atrás , él y don Cristóbal tomaron sus
canoas y se alejaron del lugar para siempre.
Ese
recuerdo lo atormentó, pensó en sus hombres y en su hija Rogelia.
Se
volvió a todos que lo miraban atentos y con voz preocupada les dijo-Que nadie
abandone el campamento, permaneceremos todos unidos y nos iremos tan pronto
amanezca.
-Pero
papá, que pasa.
Carlos
salió a montear.
Y
la oscuridad terminaba por abrigar todo el lugar.
Buoooo,
buooooo, buoooo, ululaba un búho entre la oscuridad.
Apuntó
con su linterna la parte de los árboles y perturbó la tranquilidad de algunos
achunis que huyen por entre las ramas.
Este
es el árbol de cedro por donde debo iniciar mi bajada hacia la tahuampa- se
dijo Carlos.
Caminaba
atento con su retrocarga entre sus manos , llegó así hasta un árbol caído que
servía de puente para cruzar una quebrada y al otro lado, apagó su linterna y
caminó sigilosamente entre una pequeña maleza cercana a la collpa, esperando
encontrar algún animal degustando la tierra salada.
Se
acercó con cautela hasta el umbral de la collpa, estaba seguro de que por lo
menos una huangana estaba a escasos metros de él, encendió su linterna, apuntó
y no había nada y de pronto un ayapullito entonó su lastimero canto.
¡
Dios mío! Estoy en problemas, apagó su linterna y empezó a retroceder.
Era
un excelente mitayero, había escuchado muchas historias sobre los peligros al
ser acechados por los demonios de la selva y sabía que poocos se salvaban para
contar sus infortunios y para sentirse mejor bebió un gran sorbo de
aguardiente.
En
medio de esa gran oscuridad distinguió unos ojos plateados que resplandecían,
tal vez era un otorongo que buscaba el momento oportuno para cazarlo, solo que
el felino estaba del alcance de su retrocarga.
El
cazador se volvió hacia la presa, ahora era Carlos, quién tenía que defenderse,
prendió su linterna y apuntó, se iluminó ante sus ojos una inmensa carachupa.
¡Que
raro! Si fuese carachupa sus ojos no brillarían así entre la oscuridad, se
dijo.
Apagó
la linterna y seguía retrocediendo.
Cuando
estaba por llegar al tronco caído que lo llevaría al otro lado de la quebrada,
volvió a a prender su linterna y esta vez lo que vio fue un venado.
No
cayó en la trampa. Apagó su linterna y aceleró su regreso y ya al otro lado de
la quebrada empezó un cántico de indio chauscaso, un cántico de protección y
que era la tradición de su pueblo.
Estando
cerca al árbol de cedro, volvió a prender su linterna, esta vez se iluminó ante
sus ojos un gran felino de cerdas oscuras, cuyos opjos plateados aran lo único
que se distinguía entre la oscuridad.
Jamás
mires a los ojos de un yanapuma – pensó.
Sin
apagar la linterna logró llegar hasta el árbol de cedro.
Una
fuerte lluvia se desató con truenos y rayos.
El
ayapullito también lo estaba siguiendo, confundía su canto con los alaridos del
búho.
Papá,
por favor no abandonemos a Carlos.
Rogelia,
¿Dónde crees que está tu marido? En medio de esa oscuridad, esperaremos hasta
el amanecer.
La
tempestad que se había desatado a pesar de todo, estaba a favor de Carlos. El
viento soplaba con mucha fuerza, que se escuchaba como caían los árboles por
todos lados.
El
cielo lanzó un destello de luz ocasionado por un rayo y en medio de esa lluvia
intensa, el yanapuma se puso en dos patas y se transformó en un indio grande,
de por lo menos dos mtros. de altura, que en vez de manos tenía filudas garras.
Parecía
sonreír, pero no, eran grandes colmillos los que sobresalían por entre sus
labios.
¡Maldito
yanapuma!
¡Pobre
hombre! Ni tus oraciones en quechua chauscaso te salvarán de la muerte.
Y
se abalanzó sobre Carlos con un gran salto, quien en el intento de retroceder,
se resbaló y el disparo de su retrocarga alcanzó el cuello del yanapuma.
¡Ahora
tu y yo, maldito demonio lucharemos a la par, le respondió y llevándose una
porción de tabaco a la boca, sacó su afilado sable.
Carlos
no era de baja estatura, todo lo contrario,
como descendiente directo de los indios chauscasos, era de piel morena, de ojos
achinados, fornido y alcanzaba un metro
noventa de estatura.
Creció
además en medio de la selva, entre los ríos, árboles y los mitos de sus
antepasados, uno de los cuales, aquella noche ante sus ojos, se hacía realidad
: el runapuma.
Se
reincorporó sangrante el runapuma, diciéndole. Alguien está orando por ti,
criatura. Tu Dios te está salvando la vida.
Luego
lanzó un rugido y se abalanzó nuevamente sobre Carlos, quién volvió a resbalar
y logró incrustar la totalidad de su machete en aquel demonio.
Sin
perder tiempo le escupió el tabaco que mascaba en sus ojos y ´
Este
reaccionando logró incrustarle sus afilados colmillos en una de las piernas de
Carlos, quién lanzó un desgarrador grito, cayó en medio del charco formado por
la lluvia cerca de las raíces del cedro que la fuerza del viento acabó por
derribarlo.
Mientras
tanto en el campamento amanecía y Rogelia seguía orando arrodillada en un
rincón de la choza provisional.
Rogelia
rezaba con devoción durante toda la noche y de pronto el ayapullito calló.
Ya
todo está consumado – dijo –don Cristóbal Bustamante y los hombres presentes se
persignaron con tristeza presagiando la muerte de uno de los mejores mitayeros
que hayan conocido.
De
pronto un disparo de retrocarga a escasos metros de la choza despertó del
letargo a todos.
Rogelia
se abrió paso en medio de las ramas de los árboles caídos y con sorpresa
encontró aún a Carlos con vida.
¡Mi
Dios! En verdad eres grande y poderoso.
Gracias por escuchar mis oraciones – dijo – Rogelia, llorosa mientras abrazaba
a Carlos.
Este
hombre, medicamentos necesitar dijo Mister Mathews, quién fue el que lo curó
luego que lo llevaron a su choza.
¿Quién
iba a pensar? Que en medio de esa oscuridad, con testigos como el búho, los
achunis y el ayapullito, con Carlos que yacía derrotado en el suelo y el
runapuma, de pié dispuesto a ultimarlo, eñ árbol de cedro iba a aplastar a
semejante demonio, quien atrapado entre las ramas antes de morir por el machete
de Carlos, le suplicó: Mátame, indio chauscaso, mátame, pero no lleves mi
cuerpo y no pesará maldición alguna sobre ti.
Así
lo hizo Carlos.
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