Escribe:
Jose Alvarez (*)
En artículos previos
expliqué la relevante presencia de las hormigas en la Amazonía, y narré
anécdotas vividas con varias especies de hormigas. Para quien no los leyó,
reitero que las hormigas, junto con los otros insectos sociales (termitas,
avispas y abejas) representan entre el 75 y el 80% de la biomasa animal de la
selva, superando a todos los mamíferos, aves, reptiles y anfibios juntos, y que
se calcula que pueden llegar hasta representar hasta el 30% de la biomasa
animal. Una hectárea de bosque amazónico puede albergar hasta siete millones de
hormigas. Habiendo hablado del pucacuro, el sitaracuy y el ichichimi, hoy
hablaré de los curuinshis, amados en San Martín, por la delicia del abdomen
cargado de huevos y esperma de sus reinas y zánganos voladores, apodados
“siquisapas” = ‘poto grande’, y odiadas en muchos otros lugares por su avidez
devorando el follaje de los cultivos.
Los curuinshis,
conocidos por los científicos como Atta cephalotes / A. sexdens, y por los no
amazónicos con nombres como hormigas cortadores u “hormigas parasol”, por su
costumbre de cargar enormes pedazos de hojas sobre sus cabezas, son las
hortelanas de la selva. No porque se alimenten de las hojas que cortan, sino
porque en una especie de “huertos” subterráneos cultivan con las hojas
masticadas una especie hongos de los que se alimentan.
Cuando uno se
las encuentra en el bosque resultan hasta simpáticas, una curiosidad del
ecosistema amazónico. Pero cuando les da por entrar en chacras y huertas a
buscar follaje, se convierten en una auténtica maldición, porque no es fácil
extirparlas. Quienes han intentado excavar sus nidos lo han comprobado bien,
pues en algunas colonias las galerías llegan a tener hasta seis metros de
profundidad y más de 10 m² de extensión. Sus nidos prominentes se convierten en
refugios para muchos animales en zonas inundables durante las grandes
crecientes.
Donde la fauna
está más o menos intacta estas hormigas son bastante raras: he observado que en
el alto río Pucacuro, donde no hay población humana (quizás indígenas en
aislamiento voluntario y en muy bajas densidades), los nidos de curuhinsi son
muy escasos. Y creo que descubrí por qué: una buena parte de ellos mostraban
los signos de la depredación del “yangunturo”, o armadillo gigante (Priodontes
maximus), un animal amenazado por la sobre caza y ausente en zonas cercanas a
las comunidades, donde más ataca el curuinshi. Otro ejemplo más de que el mismo
hombre que maltrata la naturaleza sufre las consecuencias en su misma carne.
Una vez en
particular llegué a maldecir a los curuinshis: estaba haciendo unos estudios en
la zona del llamado “Ojo de Contaya”, en la Sierra del Divisor, alto río
Maquía, cerca de la frontera con Brasil. Con otros dos amigos habíamos acampado
en medio del bosque, y luego de una frugal cena nos metimos en nuestras carpas
a descansar. Como a la media hora, cuando ya estábamos a punto de dormir,
comenzamos a notar un ruido extraño, como un rumor sordo, indefinible.
- ¿Qué es eso?
Le pregunté desde mi carpa al guía, un mestizo de Contamana que sabía de selva
más que muchos doctores.
- Pues no sé,
voy a ver, contestó el contamanino.
Se oyó el ruido
del cierre de la carpa al ser abierto, y luego una serie de imprecaciones
irrepetibles: ¡P. mare! Salgan inmediatamente de las carpas, está todito cundido
del curuinshi!
Me apresuré a
vestirme, agarré la linterna y salí: efectivamente, miles de hormigas curuinshi
cubrían nuestras carpas, mochilas, ropa colgada, envases en la tuchpa, todo.
¡Hay que
sacarlos antes de que nos destrocen todo. Con esas muelas nos huequean la carpa
ahoritita!, gritó el contamanino.
En medio de la
oscuridad, apenas alumbrados por nuestras linternas, y entre las ramas y raíces
que rodeaban las carpas, nos pusimos a sacudir hormigas a toallazos como locos.
Pero luego de un cuarto de hora de desigual batalla, nos dimos cuentas que no
disminuían, sino que aumentaban.
- ¡Hay que
encontrar el nido, siguen viniendo más y así no acabaremos nunca! Gritó el
contamanino.
Se puso a buscar
entre los arbustos cercanos y, efectivamente, a menos de cuatro metros se
encontraba la base de operaciones de nuestros invasores. Era un“zorrapal”, un
montón de maleza, hojarasca y otros materiales, amontonados en la base de un
tronco de cuyo costado nacían varias lianas.
- Hay que
quemarlas, dijo el contamanino. No hay otra forma de acabarlas.
Juntamos hojas y
palos secos en los alrededores, y comenzamos a prender por varios costados. El
fuego ardía reluctante dada la humedad de los materiales y de la noche misma.
Durante más de dos horas luchamos denodadamente con los invasores. El
contamanino libró con energía el centro del hojarascal, de donde parecían
surgir las columnas frescas de hormigas, y metió fuego más intenso en esa zona.
Por fin, luego
de miles de bajas chamuscadas por el fuego, comenzó la retirada hormiguil.
Revisamos en las tiendas, y efectivamente, las últimas se estaban retirando,
parece que siguiendo órdenes de algún invisible capitán.
Sudorosos,
cansados y molestos nos fuimos finalmente a dormir, jurando no volver jamás a
montar un campamento sin revisar en los alrededores por nidos de curuinshi.
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