lunes, 17 de diciembre de 2012

U N G R A N B A N Q U E T E

(Darío Vásquez Saldaña)

En Piscoyacu, hace muchos años vivieron dos hermanos: doña Deidamia Mozombite con su esposo don Ezequiel Guerra y don Natividad Mozombite con su esposa doña María Riva.

En esta familia Mozombite Riva, en su cocina casi nunca faltaba las carnes de monte y así se iban a pernoctar por tres o cuatro semanas en su campamento de Fababa, a donde llegaban remontando el cerro Vistoso con su escopeta y sus magníficos perros cazadores: Titino, Camucha, Lobo y Chita.

Y don Natividad cada vez que salía de cacería siempre regresaba con un paujil una pucacunga, sajino, picuro, añuje, carachupa o un venado, los que después de recibir su aderezo de sal pasaban a la salapa para su secado respectivo.

A su regreso a Piscoyacu, ofrecía en venta la mayor parte de las carnes, también enviaba algunas raciones a su hermana Deidamia y el resto lo guardaba en un canasto suspendido en una de las vigas de la cocina.

La canasta la colgaba en dirección perpendicular a la “tullpa” para que el calor y el humo de la candela de protegiese de las moscas y de otros insectos.

Asegurado ya la carne, se dedicaban de lleno al cuidado de sus sembríos de frejol, maíz, yuca y plátanos que tenían en la banda del rio Saposoa.

Pasaron los días y doña María observo con gran preocupación que los alimentos disminuían rápidamente antes de lo previsto. Entonces, era el momento en que doña Maria y sus tres hijos con sus “llicras” iban al rio Saposoa o a la quebrada en donde a través del “shitareo” y del “ mañacheo” pescaban bujurquis, bagres, allpones, shitaris,trompishos, anchovetas y añashuas para alimentarse varios días.

Al mismo tiempo en las purmas de la banda, don Natividad instalaba varias trampas para roedores y aves, logrando así atrapar conejos, zorros, torcazas o un yangunturu.

Ese pues era el secreto de esta familia Mozombite Riva de que nunca les faltaba las carnes en su mesa.

Cierto día don Natividad trajo de su chacra un zorro y un conejo y como de costumbre lo prepararon y al canasto, pero a la hora del almuerzo del día siguiente: faltaba el conejo.

-¡ Ja! Oye Natico-dijo doña Maria a su marido- ¿Tú te has comido el conejo que estaba en el canasto?

-¿Qué? Ni que hubiese dejado de comer una semana para tragarme un conejo entero- respondió don Natividad.

No quedaba duda, de que alguien y desde hace mucho tiempo venia robando las provisiones y tomaron la decisión de atrapar al ladrón.

Titino , quizás el mejor perro cazador que tuvo don Natividad, ahora ya no les seguía a ninguna parte, porque la vejez y la sarna incurable hicieron de aquel excelente animal casi una piltrafa, exhibiendo en todo su cuerpo sus heridas con pus y hasta dejaba ver sus huesos.

Sino le sacrificaron antes, era por la pena que les causaba la desaparición de un cazador muy querido, pero el día de su sacrificio tenía que llegar y llego.

Una mañana, a las cinco, doña María se levantó y con lágrimas en los ojos le sacrifico. Don Natividad enterró las patas y las vísceras debajo de un naranjo y la cabeza junto al pellejo los envolvió en papel, guardándolos en una talega de fibra de chambira.

Al perro Titino,. Empezaron a condimentarlo con ajos, pimienta, vinagre y otros aderezos, le atravesaron  con una varilla de guayaba y le pusieron a dorar  a fuego de carbón.

Más tarde , ya estaba crocante, broster y tenía un aroma tan provocativo al paladar(plato: titino al ajo). Luego doña María lo guardo en el canasto como carnada para el ladrón o ladrones.

Aquel día don Natividad y sus tres hijas se fueron a la chacra, quedándose su esposa sola en la casa. Al medio día tomo algo de ropa sucia, los puso en una batea y fingiendo ir a lavar en la quebrada de Piscoyacu, pero ella, se escondió detrás de un cerco y vio que su cuñada Deidamia se paró frente al portón de su casa, corrió dos travesaños de la tranca, entro y se dirigió hasta la cocina, a los pocos minutos salió con un talego colgado del hombro izquierdo y se marchó a su casa.

Doña María, que todo lo había observado, regreso de inmediato a su casa, constatando que el Titino ahumado ya no estaba en su lugar. Ella espero un tiempo prudencial, más o menos hasta que terminaran de almorzar a Titino y se dirigió a la casa de su cuñada con la talega de chambira en la mano.

Y en efecto, no había calculado mal. Cuando llego, vio que los platos todavía contenían los huesos de su perro Titino, al centro había un tiesto con un poco de “pucunucho”(lli-

 

 

llin caleo) y lo que es más, ante su repentina presencia se pusieron nerviosos.

Doña María saludo a su cuñada, a su concuñado Ezequiel y a sus sobrinos.

-          Cuñadita Deidamia, he venido para que me invites a almorzar- dijo – doña María, en antes nomas me han robado de la cocina lo que prepare para el almuerzo, así que no tengo nada que comer. Dentro de poco llegara tu hermano de la chacra y no sé que le voy a dar de almorzar.

-          ¡Ah!  María, respondió su cuñada- acabamos de almorzar y nada ya nos ha quedado, pero, dime-¿ No has averiguado, si alguien ha visto entrar a robar en tu casa?.

-          No importa, cuñadita, ojala les engorde y buen provecho les haga a quienes  se comieron a mi perro, aun así sarnoso, con que gusto se lo habrán tragado.

Revolvió la talega y esparciendo en el suelo la cabeza y el pellejo de Titino, grito : Esto es lo que acaban de comer Uds. y tú eres quien me  ha robado hace un momento de mi cocina. Yo te he visto desde el cerco en la huerta, así que no te podrás negar.

Al oír esto y ver los despojos del perro Titino, a doña Deidamia se le descompuso el semblante poniéndose “posheca”. No pudo soportar toda esa humillación delante de su esposo, de sus hijos y se puso a llorar, se provocaba el vómito , pero solo escupía bastante saliva.

Mientras tanto don Ezequiel y sus hijos se pusieron a vomitar, como si un balde de ayahuasca les hubiese hecho efecto de inmediato y por el impacto que les produjo saber esto, dos días sin para estuvieron con quicha, o sea curseaban a cada rato.

Por lo visto: el perro al ajo también hizo el efecto de un potente purgante, ídem oje.

Y desde ese día, en casa de doña María, es decir en su cocina, nunca más volvió a perderse un solo shitari del canasto.

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