La selva amazónica son hormigas y mosquitos, he escuchado decir a
algunos. Sin zancudos, isangos y hormigas, la selva estaría llena de chinos,
dicen otros. Efectivamente, no hay cosa más ubicua y molesta que estos y otros
insectos. En términos de biomasa, los insectos superan con mucho a todos los
vertebrados: sólo los insectos sociales (hormigas, termitas, avispas y abejas),
pese a que son apenas el 2 % de las 900 000 especies conocidas de insectos,
representan entre el 75 y el 80 % de la biomasa animal de la selva, superando
con creces a todos los mamíferos, aves, reptiles y anfibios juntos.
Las hormigas son el grupo más
diverso y abundante. Su biomasa total en la Tierra iguala a la de los 6 000
millones de personas: hay 1.5 millones de hormigas por cada ser humano en este
planeta. Su diversidad es increíble: en un metro cuadrado del suelo del bosque
se ha encontrado hasta 50 especies de hormigas, más que en toda Inglaterra. Se
calcula que las hormigas pueden formar el 15-25 % de la biomasa de los animales terrestres,
pero en la Amazonía pueden llegar hasta representar hasta el 30 % de la biomasa
animal. Una hectárea de bosque amazónico puede albergar hasta siete millones de
hormigas (efectivamente, leyó bien, 7 millones, y no 07, como escriben algunos
ignaros).
Si hay algo omnipresente en la
Amazonía son las hormigas. Aquél que las deteste, mejor se va a la Antártica,
único continente donde están ausentes. Se puede evitar la presencia de
mosquitos con mallas y mosquiteros, pero a las hormigas…. Ni hablar, están en
todas partes. Uno encuentra a veces nidos en los lugares más insospechados:
dentro de un aparato eléctrico, en un zapato descuidado, dentro o debajo de un
libro dejado por unos meses en un estante… Sólo en casa nueva puede que están
ausentes por un tiempo, pero luego de un corto tiempo ya las encuentras en la
cocina, en el baño, en el dormitorio, en todas partes. Y por supuesto, en la
comida: cuando se viaja por la selva, uno tiene que acostumbrarse a su sabor,
porque a veces es imposible evitar que se metan en los alimentos en tal número
que a veces no queda otra que engullirlos con ellas.
Solo el refrigerador las mantiene
a raya de los alimentos. Cuando no lo hay, uno se las tiene que ingeniar para
poner fuera de su alcance el azúcar, el alimento hormiguil favorito. Cuentan
que el P. Balmóriz, secretario del colegio San Agustín de Iquitos allá por los
años 70, que estaba tan
harto de encontrar hormigas en el
azucarero que cuando solicitaba el azúcar en la mesa solía decir: “Por favor,
pásame las hormigas”.
Un método muy socorrido para
enfrentar esta formidable fuerza invasora es poner el azucarero en medio de un
plato con agua. Aún este método tiene sus fallas, pues bastan un par de días
para que estas ingeniosas criaturas consigan pasar a través de un pasaje
invisible por encima del agua, y a veces llegan a hazañas increíbles: varias se
amarran en cadena haciendo como puente (usando su flotabilidad por encima de la
película superficial del agua) y el resto pasa por encima.
Uffff, el pucacuro
En mis largos años recorriendo
ríos, montes y comunidades amazónicas he tenido multitud de encuentros no tan
deseados con diversas especies de hormigas, como sin duda le ha ocurrido a todo
habitante o visitante en la Amazonía. Voy a contar uno que me ocurrió con el
casi invisible pero ardiente pucacuro (Solenopsissp.); en otra
oportunidad contaré mis experiencias con otras especies.
Cuando uno viaja por los ríos, a
veces se tiene que poner la ropa ‘con todo y hormigas’. En esa selva tan
pobre en nutrientes, las hormigas buscan con afán las sales dejadas por el
sudor en la ropa, y uno se las encuentra a veces al ponerse algo que estuvo
colgado aparentemente fuera de su alcance. Recuerdo un caso en particular:
estaba yo visitando la comunidad de San Andrés, en el curso medio del río
Tigre, y me había alojado en el botiquín comunal, una preciosa casita con lindo
cerco de pona, techo de irapay, y barandilla de tronco de huasaí.
Luego de bañarme en la quebrada yo ponía todos los días mi “trusa” a secar en
la barandilla, inconsciente de que estaba plagada de la diminuta hormiga pucacuro.
Un día, cuando me fui a bañar en
la tarde, agarré mi toalla y jabón, me puse el traje de baño y salí caminando
por en medio del pueblo hacia la quebrada. A los 15 o 20 metros comencé a
sentir el ardor de la picadura de estas diablillas en las partes más vulnerables
de un varón; algo así como una quemadura que crece en intensidad a medida que
más y más hormigas se suman al degüello.
Como yo iba caminando entre la
gente (eran como las 5.30 de la tarde, y todo el mundo iba de camino al puerto
a bañarse) me era imposible rascarme y, mucho menos, sacarme el traje de baño,
así que ‘saludando saludando’, sonriendo a la fuerza mientras sentía
derretirse mis atributos, sin poder correr tampoco (me hubiesen considerado un
loco), retorciéndome por dentro y apenas logrando disimular el insoportable
ardor, caminé los últimos 30 o 40 metros más largos de mi vida: “Buenas tardes,
doña Julita”; “así que a sacarse el siso a la quebrada, Don Mañuco”; “vamos a
hacer pesca en la quebrada, don Jesusito”…
Por fin llegué al puerto y,
botando la toalla y el jabón salté como un poseso a la quebrada Yanayaquillo…
Ahhhh, qué alivio, sentir el frescor del agua en mi vulnerados atributos.
Debajo del agua pude rascarme a placer, gesticular como loco mientras buceaba,
al tiempo que el ardor iba bajando poco a poco, y yo ‘craneaba’ conseguirme una
lupa y analizar mi ropa antes de ponérmela…
Más hormigas, digo historias,
para otra ocasión.
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