Por
Addhemar H.M. Sierralta (Perú).
Había una vez una lora que hablaba tres idiomas. Nadie podía creer
aquello hasta que una tarde fue vendida por 10,000 libras esterlinas en una
casa de antigüedades, ubicada en una de las viejas callecitas de Windsor, por
allí donde se dirige la mirada inmóvil de la estatua de la reina Victoria,
aquella diminuta soberana de gran relevancia para los británicos. El buen
anticuario Elías, dueño del animal, hizo el negocio de su vida.
Un empresario norteamericano le pagó tal suma
una vez que comprobó las habilidades del plumífero. El ave lo saludó al entrar
a la tienda, en inglés, español e italiano. Y luego reafirmó sus conocimientos
e inteligencia cuando al mostrarle sus dedos podía decir los números en las
tres lenguas.
El judío Elías, quien era sefardí y vivió en
España e Italia antes de recalar en la isla anglicana, entrenó a Pam, la
susodicha lora, para que pudiera saludar y despedirse, así como contar hasta
diez cada vez que le enseñaba sus dedos. El gringo, maravillado por tal
prodigio, no dudó en pagar las 10,000 libras y marchó a América con su valiosa
compra.
Lo que no sabía el yanqui es que Elías había
entrenado a tres loras, simultáneamente, para que desarrollaran tal habilidad.
El las había encontrado un día en su huerta. Claro que también las vendió a
otros interesados, uno procedente de Australia y el otro oriundo de Canadá. Las
tres loras le dieron muy buena plata.
Como la casualidad juega como el destino,
coincidencias extrañas determinaron que las tres loras se fueran a encontrar
meses más tarde en un concurso para aves en Las Vegas. Los flamantes dueños de
las aves trilingües –todas tenían el mismo entrenamiento y desarrollaron
similares habilidades- creyendo ganar el concurso que se convocó, en la ciudad
de los juegos y espectáculos inverosímiles, confiaban que sus aves era únicas.
Menuda sorpresa se llevarían.
El premio de 90,000 dólares tuvo que ser
repartido, puesto que fueron tres los ganadores, y luego del evento, de las
carcajadas por las coincidencias increíbles, y de hacerse amigos, los dueños de
las parlanchinas loras se fueron a almorzar a un restaurante a las afueras de
la ciudad donde degustaron suculentos bifes preparados al estilo del oeste.
En una mesa, frente a los nuevos amigos,
almorzaba un taciturno anciano quien observaba a las loras con curiosidad. De
pronto se puso de pie y se acercó a las aves y las observó con detenimiento.
Sus dueños sorprendidos inquirieron acerca de su actitud. El veterano con parsimonia
les dijo :
- Les doy 100,000 dólares
por cada una.
- ¿ Qué ? – respondieron
al unísono el norteamericano, el canadiense y el australiano.
- Así es, caballeros. Y
tengo el dinero en efectivo.
Obviamente que la sorpresa fue mayúscula, y
hasta la camarera –una guapa rubia en traje vaquero con minifalda- abrió la
boca estupefacta.
La transacción se hizo al momento y el anciano
salió con sus tres aves y se dirigió presto hacia la zona de la represa Hoover
y de allí marchó a Arizona recorriendo desiertos y pueblitos hasta llegar a
unas montañas. Al arribar a una cabaña de cuya chimenea salía un humo blanco
fue una robusta y vieja mujer, de cabello cano y sonrisa amplia quien salió a
recibirlo. Ambos sonrieron y se dirigieron a la sala con las tres loras.
Colocaron las jaulas en una mesa y se abrazaron emocionados hasta las lágrimas.
Luego el viejo fue a la alacena y sacó unas
frutas y colocó una en cada jaula. Eran provenientes del árbol sagrado de los
Mayas, aquel que crece y se encuentra en la ciudad sagrada de Tikal. Con
su cáscara verde atrajeron de inmediato a las loras quienes las devoraron.
Apenas pasaron un par de minutos cuando las aves se convirtieron en tres
hermosas jóvenes, una con cabello negro, la otra de pelo castaño y la tercera
de cabellera rubia. Como es de suponer habían roto las jaulas y ya libres se
abrazaron los cinco y era un solo de saltos, de lágrimas, besos y gritos de
alegría.
El hechizo se rompió. La familia estaba unida
nuevamente, después de diez años, y una intensa búsqueda del padre de las niñas
–hoy bellas jovencitas- quien recorrió medio mundo siguiendo rastros ciertos y
equivocados había dado sus frutos. Su fortuna le permitió hacerlo.
Cuando eran aún niñas, las hermanitas, fueron
raptadas por una pareja de extraños que llegó a su pueblo. Con engaños las
alejaron de su casa y con maleficios las convirtieron en loras. Así pudieron
llevarlas a Europa y cuando quisieron revertir los efectos mágicos en un
momento de descuido escaparon volando. Cayeron en manos del judío quien les
alimentó y cuidó, sin saber de la brujería. Aparentemente los raptores querían
venderlas y obtener ganancias suculentas.
Las hermanas tenían –como aves- la disposición
y facilidad de aprender. Como su circunstancial dueño viajó por motivo de sus
negocios a varios países, aprendieron nuevos idiomas.
Por su parte, sus padres desesperados, vieron
como las habían convertido en loras pero al tratar de alcanzar a los malvados
raptores les perdieron el rastro. Acudieron donde una anciana hada que vivía
entre las montañas y fue ella quien les indicó que solo con la fruta sagrada
del Tikal, sus hijas, podrían recobrar su forma original.
El padre angustiado siguió a los raptores sin
resultados positivos. Y cuando ya había perdido, por el paso de los años, la
esperanza de hallarlas, descubrió a las loras en el concurso de marras y no se
despegó de los tres nuevos dueños. Estaba seguro que eran sus hijas, su corazón
no podía fallar. Felizmente tenía todavía dinero y cada cierto tiempo conseguía
le enviaran desde el Tikal frutas, en espera que algún día se obrara el
milagro.
Y el día llegó y la felicidad volvió a la
familia. Pero lo que no sabían los padres era que los tres anteriores dueños de
las loras, movidos por la curiosidad, siguieron al anciano hasta su casa y
fueron testigos del reencuentro. Ellos tocaron la puerta para sumarse a la
alegría de la familia y al ver de cerca a las jóvenes quedaron prendados de su
belleza. Lo mismo pasó con las tres hermanas que se enamoraron de sus antiguos
dueños y desde ese día floreció el amor.
Y, como en los antiguos cuentos, las tres
parejas se quedaron a vivir en las montañas y se casaron, tuvieron muchos
hijos y vivieron felices por siempre.
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