Sinchi, el joven otorongo, señor absoluto de la selva de
Chambira, esperaba a orillas del lago, oculto entre la espesura, con los ojos
fijos la llegada de un venado.
Tenía que llegar, pues Sinchi sabía que un venado va
siempre a calmar su sed en el mismo sitio y el día anterior había visto las
huellas del animal en el fango, lo que indicaba que el venado había pasado por
allí hacía poco.
Por un momento, Sinchi pensó en seguir los rastros, pero
desistió. Era preferible esperar el siguiente día y entre tanto afilaría sus
garras en la corteza de un árbol.
Sinchi esperaba y se dejó invadir por el calor y
lentamente iba cerrando sus ojos.
Pero, un rumor lo despertó y allí estaba el venado, bebía
con las patas delanteras hundidas en el agua.
Sinchi, se preparó para dar el salto, se replegó sobre
sus patas traseras encogiéndose todo lo que pudo hasta convertirse en una bola
amarilla con manchas negras, pero de pronto el venado desapareció dentro de las
aguas, como si hubiera sido arrastrado por una fuerza misteriosa.
Sinchi no salía de su asombro y no podía explicarse lo
que había pasado.
Se formó un remolino en el lago y apareció la astada
cabeza del venado ya moribundo y emergió otra cabeza negra y larga, era la
cabeza de Huácac, el más robusto lagarto del lago.
Huácac, también había estado acechando al venado, horas y
horas, sin hacer el menor movimiento, había permanecido junto a la orilla como
si fuese un madero podrido y cuando llegó el venado, lo cogió sin más trabajo
que abrir y cerrar sus poderosas mandíbulas.
Sinchi, al verse burlado por Huácac, sintió una ira
profunda como puede sentirla un otorongo joven, pero, la disimuló y confiado
siempre en la amistad que le había unido al lagarto, le pidió compartir la
presa.
Huácac, ni siquiera se dignó en responderle. Mirándole de
soslayo con una mirada burlona de sus pequeños ojos nadó con la presa entre los
dientes a la otra orilla, arrastró al venado a la playa y comenzó a devorarlo.
Y Sinchi dio un rugido de cólera.
Pasaron muchos días y en la selva nadie oía los rugidos
de Sinchi. Nadie tampoco lo había visto.
Y todos creyeron que Sinchi había muerto. También lo
creyó Huácac y se alegró, porque sabía que Sinchi no le perdonaría la ofensa y
tenía miedo.
Por eso, ya se acercaba a la orilla y tan solo esperaba
la época de la gran inundación para trasladarse al río, hasta donde no podía
alcanzarle la venganza del otorongo, porque el río es muy grande y por él se
puede ir a todas partes.
Pero ya que Sinchi había muerto ¿Por qué abandonar el
lago? Y Huácac después de tomar esta resolución salió a la playa a secarse y
dormir una siesta.
¡Qué agradable era el sol ¡ Estaba ya casi dormido,
cuando sobre su lomo sintió un gran peso y un dolor profundo en el cuello. Sinchi
estaba sobre él.
El otorongo se había ocultado para saciar su venganza.
Huácac se sintió perdido, porque un lagarto en tierra firme no puede luchar con
un otorongo, a menos que éste cometa la imprudencia que Sinchi, experimentado
cazador, no cometería de colocarse delante de sus mandíbulas.
Huácac se decidió a morir, pero con la valentía que solo
sabe hacerlo un caimán. Pero, Sinchi no quería matarlo, prefería contestar una
burla con otra burla y hacer que todos los animales se rieran de Huácac e implacablemente
le fue devorando la cola, de la cual el caimán estaba tan orgulloso.
Huácac hubiese preferido la muerte.
Cuando el otorongo hubo saciado su hambre y su venganza,
de un salto abandonó su presa y se quedó mirándola burlonamente.
Huácac horrorosamente mutilado se precipitó al río y se
hundió en las aguas para ocultar su vergüenza, pero tuvo que salir muy pronto,
porque las pirañas atraídas por la sangre acudían en millares a devorarlo el
resto de la cola.
Tuvo que acercarse a la orilla y hundir su herida en el
lodo para resguardarla y esperar que cicatrice.
Y por varios días se vio a Huácac rígido, hundidas las
patas traseras en el fango, con la cabeza al sol y a la lluvia, mientras todos
los animales se reían de él.
Y llegó la época de inundaciones y era preciso abandonar
la tierra inundable, porque las aguas comenzaban a subir rápidamente y los
animales comenzaban a pasar y Sinchi se divertía cazándoles porque sabía que no
había necesidad de caminar días y días siguiendo el rastro de las huanganas
para comer algunas.
Pero, las aguas subieron más pronto de lo que Sinchi esperaba, Ya no podía pensar en bordear el
lago, porque el gran bajío estaba lleno.
Y para salvarse necesitaba pasar a la otra orilla, pero
en el lago estaba Huácac.
¡No importa! Una vez más se burlaría del lagarto y
atravesaría el lago.
Silenciosamente al promediar la noche, se acercó Sinchi a
la orilla, poco antes había estado rugiendo en un sitio distante para hacer
creer a todos que cazaba.
De este modo, Huácac estaría desconcertado.
Se acercó al lago y sin hacer el menor ruido, se hundió
en el agua y nadaba silenciosamente.
Le faltaba poco para llegar a la orilla, pero notó que
tras de él, acercándosele, surgía una cabeza oscura y Sinchi se apresuró. Ya
tocaban sus patas el fondo del lecho del río, cuando sintió un gran dolor en el
anca. No se equivocaba, era Huácac, había cerca unas raíces y con las garras se
prendió de ellas.
Era ya tiempo, porque el lagarto lo vencería en su
elemento.
Hizo Sinchi un supremo esfuerzo y salió a tierra firme
arrastrando al pesado lagarto. Que hacía también esfuerzos para arrastrarlo
hacia el agua.
Sinchi se volvió rápidamente y clavó sus garras en el
cuello de Huácac. La sangre de ambos animales se mezcló.
El lagarto se sentía morir, apretó sus mandíbulas y los
huesos de Sinchi crujieron al romperse.
Un zarpazo más y Huácac murió. Con los dientes apretados,
Sinchi también moría.
Pero antes reunió
las fuerzas que le quedaban y lanzó un rugido sonoro que hizo saber a
todos los animales que Sinchi había muerto como un guerrero.
Al oír el rugido, acudieron las luciérnagas y rodearon el
cuerpo de Sinchi a modo de pequeñas luces funerarias.
Humberto
Del Águila Arriaga
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