El Amazonas tiene 'yacuruna'. Esa suerte de dios
animalado que manda en las profundidades de las aguas y de la selva. Una selva
mágica llena de mitos y leyendas construidos por los indios durante
generaciones, donde las criaturas de la imaginación cobran vida en la realidad.
El Duende y la Madremonte no son un cuento para las tribus Yaguas, Cocamas o
Ticunas. ¡Vaya un humano y no sepa la 'contra' y verá que esas criaturas lo
embolatan del mundo cada vez que se interna en la manigua!
Los indios lo saben. Y saben también
cómo embolatar al Duende y a la Madremonte. Se ponen los zapatos al revés con
la punta hacia el talón para que el silbido de ese hombrecillo o la mirada
hipnótica de esa señora vestida de matorrales y sombrero, con una serpiente
terciada en la cintura como cinturón, no los arrastre al corazón del bosque.
Saben, también, que hay ríos que no
pueden desafiar en la navegación o la pesca, porque tienen madre o 'yacuruna'.
Puede ser una anaconda de doble cabeza que mora a 50 metros en el fondo del río
Amazonas, de aguas tan turbias que no se ve a diez centímetros de profundidad.
O puede ser un gran caimán de 15 metros que marca territorio en las
profundidades de un lago o de uno de los tantos brazos que tiene el gran
afluente.
Las 45 comunidades indígenas que
habitan el Trapecio Amazónico colombiano viven en ese universo mágico que ha
construido su propio Macondo durante siglos y donde el tiempo parece haberse
detenido.
Octavio Benjumea, un empresario
amazónico que dice haber venido al mundo con ayuda de una partera de los
Uitotos, asegura que los indios tienen al río Amazonas como la madre. Para
ellos es la culebra grande con sus vertientes zigzagueantes de donde nace toda
su mitología, su fortaleza ancestral como etnia, su cultura y su
conocimiento.
De su cosmogonía conocimos un poco,
vadeando ríos y selva de la mano de guías nativos y curacas (chamanes).
La cura mágica
Los nativos aseguran que hay
elementos en la naturaleza que curan de manera mágica, que hacen cirugías sin
bisturí y sin cortar la piel, solo apelando a ritos de sanación impensables para
el mundo civilizado.
Así, por ejemplo, operan la hernia.
Los Yaguas utilizan el Renaco o árbol parásito que crece en la manigua. Es una
especie robusta de 18 metros de altura, de formas caprichosas y retorcidas
“como si la madre del bosque lo hubiera estrujado, haciendo que se asemeje a
las anacondas”, según un relator costumbrista.
En verdad el Renaco parece una gran
cabellera desordenada, de la que cuelgan decenas de lianas como serpientes que
se hunden en la tierra. Para operar la hernia, el curaca toma una liana y la
corta verticalmente a la mitad como rasgando un músculo de arriba abajo, pero
sin desprenderla del árbol. Es decir la divide en dos. Abre los dos hilos con
sus manos como un pórtico por donde pasa el paciente herniado sin mirar atrás.
También pasa el chamán haciendo sus invocaciones místicas y suelta tras de sí
la liana sin volverse.
A medida que la cremallera del árbol
se va cerrando, la hernia del paciente también se va cerrando. “La liana pega
como estaba y la hernia también”, asegura Nazareno, un indio Ticuna. La
condición para que el paciente sane es que nunca jamás vuelva a pasar al lado
de ese árbol, ni lo vuelva a ver, porque se le puede abrir la hernia.
De la misma manera, los indios toman
la corteza de un árbol, la raíz de otro y las hojas de uno más con los cuales
hacen emplastos e infusiones para curar el vómito, la diarrea, el asma o el
cáncer, en medio de ritos y resoplos de humo de tabaco del chamán.
La Pelazón
La llegada de la pubertad en la
mujer es un rito festivo y doloroso para los Ticunas y la celebran con la
Fiesta de la Pelazón. Es un convite en el que participa toda la tribu, donde se
lucen atuendos hechos en plumas, mantas, collares, máscaras y disfraces. Los
hombres cazan, pescan y acopian comida suficiente para la fiesta que puede
durar siete días. Hacen envueltos de fariña o harina de yuca que amasan y
cocinan a fuego lento. Preparan bebidas estimulantes como el masato de yuca
dulce con el que se embriagan y el 'mambe' que es un polvillo extraído de la
hoja de coca.
A todas estas, la niña que se
convierte en mujer con el primer periodo menstrual ha estado encerrada y
sometida a preparación por sus mayores para la nueva vida. A los dos días de
iniciada la fiesta se le permite participar en ella, es embriagada y empieza el
doloroso rito de la Pelazón: las abuelas pasan frente a ella y le arrancan el
pelo con la mano, cabello por cabello, hasta dejarla calva. Luego le cubren la
cabeza con una manta y la niña es arrojada a una quebrada. Una vez en el agua,
el joven que primero la toque se convertirá más adelante en su esposo.
Los Yaguas, por su parte, hacen una
celebración similar que se llama el Atuasma, pero sin Pelazón. Dura siete días
con sus noches. Pero merecer esposa entre ellos tiene otro rito. El joven que
quiera una niña debe demostrarle al padre de ella que es capaz de trabajar para
mantenerla. Y para eso debe cortar un árbol tan duro como una piedra, tanto o
más alto que una catedral y tan robusto que tres hombres en cadena apenas
alcanzarían a abarcarlo. La herramienta es una punta de piedra. La tarea puede
durar seis meses.
El hombre delfín
Al enamoramiento no escapa el delfín
rosado, toda una leyenda en el Trapecio Amazónico. Aseguran los nativos que el
delfín rosado que habita el río madre y sus brazos se convierte en hombre
cuando se enamora de una mujer y sale del agua para cortejarla.
Cuenta la historia que Diana, la
hija del mayordomo de una finca del poblado de San José, se quedó sola en la
casa porque sus padres se fueron de compras a Leticia. La niña, hambrienta,
bajaba todos los días a la orilla del río a pedirle un deseo a los delfines
rosados: “Delfincito, delfincito, quiero que me regales un pez”, decía. Y el
delfín le regaló un bagre. Al día siguiente, movida por la curiosidad, Diana
volvió al río a pedirle a los delfines que le regalaran otro pez, y los
delfines le dieron otro bagre. Lo mismo el tercer día. Ella, intrigada, se
preguntó: “¿por qué estos delfines me regalan peces?”... Lo que no sabía era
que los delfines se estaban enamorando de ella.
Luego la niña tuvo una visión. Soñó
que a su puerto llegó un barco muy bonito y que en él venían tres personas: un
niño, un joven y un adulto. Uno de ellos le preguntó que con cuál de los tres
se quería ir; Diana se quedó mirándolos y señaló al más adulto. Cuando ella se
iba a embarcar, se despertó asustada.
Con un mal pálpito, trancó las
puertas de la casa con pasadores y puntillas porque estaba sola. Esa medianoche
subió una 'comisión' del puerto hacia la casa, subían como 20 personas y ella
los vio por una hendija. Advirtió que tenían los pies desproporcionados como
los de un payaso, la cabeza alargada y lucían sombrero. Rodearon la casa y le
dijeron: Diana, te venimos a llevar. Ella empezó a llorar y a gritar. Los
hombres golpeaban por todas partes y no pudieron entrar. Pero al día siguiente
no había huellas de ellos en la tierra húmeda. Eran los delfines rosados y
grises, dicen los nativos, que venían por la niña en forma de hombres. Y
aseguran que ya se han llevado varias y que se aparecen en las fiestas del
Atuasma y de la Pelazón como hombres simpáticos y atractivos para enamorar a
las más bellas.
Los fantasmas del agua
Octavio Benjumea advierte que el río
Amazonas es tan grande y caudaloso que aún tiene especies animales que no se
han descubierto, culebras que todavía no se conocen. El Amazonas es rey en
culebras grandes, como las anacondas que tienen más de 15 metros de largo y son
más gruesas que un bidón de 50 galones de gasolina, sin comer. Porque si comen
se tragan un novillo entero, asegura.
Por eso no es extraño que en ese mar
de selva que es el río Amazonas a veces los navegantes se choquen contra esos
animales, casi mitológicos. Ha ocurrido que tropiezan la cola del motor de las
embarcaciones. Pero también hay bagres muy grandes que producen accidentes. Por
eso el Amazonas debe navegarse en sus horarios diurnos establecidos y evitar
los remolinos. Hay troncos de árboles gigantescos que en la noche no se
alcanzan a ver y si una embarcación se pega con uno de ellos puede naufragar.
De hecho, cualquiera de estas pudo ser la causa del accidente de una lancha
turística con estudiantes de Bogotá, el pasado 2 de octubre.
Pero más allá de eso, los nativos
aseguran que en las noches emerge un barco fantasma del fondo de un remolino
del río Cacao (un gran brazo del Amazonas), extrañamente iluminado, como si en
su interior hubiese un incendio. La poderosa luz ilumina la cubierta y a los
marineros que lucen vestimentas antiguas y parecen disfrutar de un festín.
Luego se sumerge de nuevo sin hacer ruido.Los baquianos aseguran que hace un
tiempo una embarcación se metió por esas aguas y desapareció con sus 17
tripulantes y pasajeros. Se oyó un golpe seco y el barco fue succionado de
inmediato por el remolino, dice el indio Nazareno con un gesto de temor.
Para Benjumea todo es el resultado
de una mala operación. Los navegantes deben seguir las normas de seguridad y no
pueden meterse en los remolinos porque la corriente del Amazonas es mucho más
fuerte por debajo del agua que en la superficie.
¡Ah! y la historia de los delfines
tiene una explicación científica para el biólogo John Alberto Madrid que está
montando un zoológico en el Amazonas. Los delfines rosados -dice con
escepticismo- son los mismos padres que tienen intimidad con sus hijas y después
les nacen niños albinos y le echan la culpa al delfín.
Sin embargo, los nativos como
Nazareno, un indio Cocama criado en las aguas mitológicas del río, no tienen
duda, porque esta selva y este río todavía inexplorados -dice- tienen Yacuruna:
las criaturas emergen de sus profundidades y la magia brota de sus árboles. Así
que nadie podrá decirles que la leyenda de los delfines no es verdad.
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