Salimos de
Iquitos con un bote de propiedad del patrón que nos daba todo lo necesario para
pescar, pishtar y salar.
Trabajábamos
como rederos y nuestra misión era buscar una mijanada de pescado de cualquier
calidad en el rio e internarnos en las cochas a buscarlos y pescarlos de día
como de noche con la red hondera que llevábamos
en la canoa.
A veces
encontrábamos mijanadas de pescados boquichicos, palometas, corvinas y
llenábamos pronto la embarcación,
dedicándonos varias horas a salarlos y empanerarlos, cubriéndolos
cuidadosamente con hojas de bijao.
Cuando
debíamos secarlos, por haber surcado demasiado arriba de Iquitos, teníamos que
pasar varios días esparciéndolos en la playa para que el sol del verano los
secara convenientemente.
Pasábamos
aburridísimos los días que no pescábamos o caía la lluvia, dedicándonos a matar
zancudos bajo los rústicos tambos que improvisábamos con hojas de caña brava.
Yo le quiero
mucho al bufeo de color cenizo. El bufeo colorado es malo y muy atrevido,
porque muchas veces nos ha dado molestias, cuando caía alguno en nuestra red,
lo destrozaba casi totalmente, dándonos trabajo para 3 o 4 días y a veces hasta
quería dar vuelta a nuestra canoa.
En cambio el
bufeo cenizo es un amor. Un día el dueño del bote había traído de su casa a su
hijito, el único que tenía, porque a su mujer le había atacado la lepra.
El muchacho
de unos 6 años de edad, se quedaba solo en el tambo, mientras nosotros
surcábamos para pescar. Ahí pasaba muchas horas solo, mientras nosotros
pescábamos.
Al regresar
un día con la canoa llena de pescados, le encontrábamos que se estaba bañando
cerca de la orilla y desde lejos le veíamos que manoteaba en el agua y que
cerca había dos bultos que aparecían unas veces cerca del muchacho y se
alejaban.
Nos quedamos
mirando que serían, el niño seguía a esos bultos con la mirada y con las manos.
Nos detuvimos un rato contemplando lo que hacía el niño, pues jugaba con dos
bufeos cenizos.
Al llegar al
puerto, le preguntamos al muchacho que estaba haciendo con los bufeos y nos
contestó que eran sus amigos y que siempre venían a jugar con él.
Paso un
tiempo y habíamos dejado el campamento anterior y habíamos levantado otro más
arriba al comienzo de la isla, junto a un barranco y cerca de una playa.
Después de pescar durante dos días bien arriba, regresamos al tercer día.
Atracamos en
nuestro puerto y nos extrañó que el muchacho no saliera a recibirnos con la
alegría de siempre.
Estará
dormido, dijimos, su padre salto del bote y entro en el tambo, el enjebado
donde dormía estaba vacío y el mosquitero levantado. Comenzamos a buscarle y
llamarle gritando, pero no contestaba.
Yo seguía la
ribera del rio y vi que dos bufeos empujaban un bulto. Llame a mis compañeros y
todos vimos que lo que empujaban los bufeos, era el cuerpo del niño que
posiblemente se había caído del barranco y estaba muerto.
Los bufeos
había querido salvar a su amiguito, pero fue tarde, solo pudieron sacar a
tierra su cadáver. Desde entonces quiero a los bufeos cenizos.
Carlos Velásquez
Sánchez.
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