martes, 18 de junio de 2019

EL RUNA PUMA



Carlos se bañaba en las aguas del río Huallaga en el mal paso del Vaquero cuya corriente salvaje los alejaba de su pueblo Chazuta.
A sus 14 años, joven, descendiente innato de los indios chauscasos viajaba  en aquellos remotos años con la fiebre de la siringa.
La mañana en que la bella joven Rogelia lavaba sus ropas a orillas de una cocha infestada de pirañas, sentada sobre una de las bancas de la canoa y de pronto se le resbaló el único trozo de jabón que tenía y cayó a las oscuras aguas, escena que fue observada por Carlos y entró en cólera.
Ay no, Carlos ¿Por qué pues me miras así fruncido?
Caracho, Rogelia, que cosa puedes hacer bien.
Todos, todos, Carlos, hablan la fama de que eres un rabioso.
No te metas al agua, mujer, es peligroso. Ve a la tushpa a preparar algo.
No hay nada, Carlos.
Estaban en una zona misteriosa inexplorada,  a orillas del río Huallaga, por donde atracaron,  guiados y liderados por don Cristóbal Bustamante, hacía apenas algunos días.
Era un grupo de hombres que acamparon en dicho lugar en busca de siringa.
Carlos como buen mitayero pudo reconocer a satisfacción la existencia de una collpa, pero no se lo comentó a nadie e iba marcando secretamente el camino para poder volver a cazar en tan deseado lugar por los animales.
Había árboles de capirona por todos lados en esa zona, ahí se apreciaban monos frailecillos, loros, papagayos y siringas.
Carlos miraba como su mujer golpeaba una vieja camisa suya contra los bancos de una canoa, en su afán de quitar la sucia, `pero ya no tenían jabón y se quedó pensativo.
Hey, Carlos chullachaqui ¿Por qué ya vuelta me miras así, hombre?.
Idem chullachaqui serías Rogelia. Mujer estamos sin pertrechos, solo fariñita tenemos.
¿El mejor mitayero de mi padre Cristóbal , sin pertrechos? Caracho vete a cazar Carlos.
Sí, hoy mismo lo haré Rogelia, tengo el lugar preciso. Saldré cuando se esté despidiendo el atardecer.
Tenía un inmenso mapacho entre sus labios, el humo del tabaco ahuyentaba a los mosquitos.
A  sus 54 años don Cristóbal había endurecido su carácter en el trajinar por la selva amazónica.
Había crecido entre árboles y ríos, acompañando a sus padres por todos lados, Ya que también habían sido siringueros y cuando estaba pensando, un ave vino a cantar sobre un árbol cercano a la choza y dijo:  Es el canto de  un ayapullito, y que nadie se atreva a imitar a esa ave.
¿Por qué don Cristóbal
Y recordó que cuando una vez llegaban de noche, un extranjero inglés remedó el canto del ayapullito, el matero lo miró y movió la cabeza en sentido negativo.
Aquella noche, todos los aborígenes abandonaron el campamento en balsas sin que nadie pudiera hacer nada.
Don Cristóbal apostó por la sabiduría de los aborígenes y bajó junto con ellos, solo los ingleses se quedaron en el campamento, se resistieron a abandonar el lugar puesto que habían muchas siringas que explotar aún y estas les significaban riquezas al volver a su país.
Al día siguiente volvieron el matero y don Cristóbal al campamento y a al llegar el paisaje era desolador, todos estaban muertos, les habían chupado el cerebro y cada cuerpo tenía herid as profundas ocasionadas por garras.
¡Runa puma! ¡ Runa puma! Runa puma! Gritó espantado el matero.
Enseguida colgó una shicra con tabaco en la rama de un pequeño árbol, se disculpó con la madre selva y sin volver la mirada hacia atrás , él y don Cristóbal tomaron sus canoas y se alejaron del lugar para siempre.
Ese recuerdo lo atormentó, pensó en sus hombres y en su hija Rogelia.
Se volvió a todos que lo miraban atentos y con voz preocupada les dijo-Que nadie abandone el campamento, permaneceremos todos unidos y nos iremos tan pronto amanezca.
-Pero papá, que pasa.
Carlos salió a montear.
Y la oscuridad terminaba por abrigar todo el lugar.
Buoooo, buooooo, buoooo, ululaba un búho entre la oscuridad.
Apuntó con su linterna la parte de los árboles y perturbó la tranquilidad de algunos achunis que huyen por entre las ramas.
Este es el árbol de cedro por donde debo iniciar mi bajada hacia la tahuampa- se dijo Carlos.
Caminaba atento con su retrocarga entre sus manos , llegó así hasta un árbol caído que servía de puente para cruzar una quebrada y al otro lado, apagó su linterna y caminó sigilosamente entre una pequeña maleza cercana a la collpa, esperando encontrar algún animal degustando la tierra salada.
Se acercó con cautela hasta el umbral de la collpa, estaba seguro de que por lo menos una huangana estaba a escasos metros de él, encendió su linterna, apuntó y no había nada y de pronto un ayapullito entonó su lastimero canto.
¡ Dios mío! Estoy en problemas, apagó su linterna y empezó a retroceder.
Era un excelente mitayero, había escuchado muchas historias sobre los peligros al ser acechados por los demonios de la selva y sabía que poocos se salvaban para contar sus infortunios y para sentirse mejor bebió un gran sorbo de aguardiente.
En medio de esa gran oscuridad distinguió unos ojos plateados que resplandecían, tal vez era un otorongo que buscaba el momento oportuno para cazarlo, solo que el felino estaba del alcance de su retrocarga.
El cazador se volvió hacia la presa, ahora era Carlos, quién tenía que defenderse, prendió su linterna y apuntó, se iluminó ante sus ojos una inmensa carachupa.
¡Que raro! Si fuese carachupa sus ojos no brillarían así entre la oscuridad, se dijo.
Apagó la linterna y seguía retrocediendo.
Cuando estaba por llegar al tronco caído que lo llevaría al otro lado de la quebrada, volvió a a prender su linterna y esta vez lo que vio fue un venado.
No cayó en la trampa. Apagó su linterna y aceleró su regreso y ya al otro lado de la quebrada empezó un cántico de indio chauscaso, un cántico de protección y que era la tradición de su pueblo.
Estando cerca al árbol de cedro, volvió a prender su linterna, esta vez se iluminó ante sus ojos un gran felino de cerdas oscuras, cuyos opjos plateados aran lo único que se distinguía entre la oscuridad.
Jamás mires a los ojos de un yanapuma – pensó.
Sin apagar la linterna logró llegar hasta el árbol de cedro.
Una fuerte lluvia se desató con truenos y rayos.
El ayapullito también lo estaba siguiendo, confundía su canto con los alaridos del búho.
Papá, por favor no abandonemos a Carlos.
Rogelia, ¿Dónde crees que está tu marido? En medio de esa oscuridad, esperaremos hasta el amanecer.
La tempestad que se había desatado a pesar de todo, estaba a favor de Carlos. El viento soplaba con mucha fuerza, que se escuchaba como caían los árboles por todos lados.
El cielo lanzó un destello de luz ocasionado por un rayo y en medio de esa lluvia intensa, el yanapuma se puso en dos patas y se transformó en un indio grande, de por lo menos dos mtros. de altura, que en vez de manos tenía filudas garras.
Parecía sonreír, pero no, eran grandes colmillos los que sobresalían por entre sus labios.
¡Maldito yanapuma!
¡Pobre hombre! Ni tus oraciones en quechua chauscaso te salvarán de la muerte.
Y se abalanzó sobre Carlos con un gran salto, quien en el intento de retroceder, se resbaló y el disparo de su retrocarga alcanzó el cuello del yanapuma.
¡Ahora tu y yo, maldito demonio lucharemos a la par, le respondió y llevándose una porción de tabaco a la boca, sacó su afilado sable.
Carlos no era de baja  estatura, todo lo contrario, como descendiente directo de los indios chauscasos, era de piel morena, de ojos achinados, fornido y alcanzaba un  metro noventa de estatura.
Creció además en medio de la selva, entre los ríos, árboles y los mitos de sus antepasados, uno de los cuales, aquella noche ante sus ojos, se hacía realidad : el runapuma.
Se reincorporó sangrante el runapuma, diciéndole. Alguien está orando por ti, criatura. Tu Dios te está salvando la vida.
Luego lanzó un rugido y se abalanzó nuevamente sobre Carlos, quién volvió a resbalar y logró incrustar la totalidad de su machete en aquel demonio.
Sin perder tiempo le escupió el tabaco que mascaba en sus ojos y ´
Este reaccionando logró incrustarle sus afilados colmillos en una de las piernas de Carlos, quién lanzó un desgarrador grito, cayó en medio del charco formado por la lluvia cerca de las raíces del cedro que la fuerza del viento acabó por derribarlo.
Mientras tanto en el campamento amanecía y Rogelia seguía orando arrodillada en un rincón de la choza provisional.
Rogelia rezaba con devoción durante toda la noche y de pronto el ayapullito calló.
Ya todo está consumado – dijo –don Cristóbal Bustamante y los hombres presentes se persignaron con tristeza presagiando la muerte de uno de los mejores mitayeros que hayan conocido.
De pronto un disparo de retrocarga a escasos metros de la choza despertó del letargo a todos.
Rogelia se abrió paso en medio de las ramas de los árboles caídos y con sorpresa encontró aún a Carlos con vida.
¡Mi Dios!  En verdad eres grande y poderoso. Gracias por escuchar mis oraciones – dijo – Rogelia, llorosa mientras abrazaba a Carlos.
Este hombre, medicamentos necesitar dijo Mister Mathews, quién fue el que lo curó luego que lo llevaron a su choza.
¿Quién iba a pensar? Que en medio de esa oscuridad, con testigos como el búho, los achunis y el ayapullito, con Carlos que yacía derrotado en el suelo y el runapuma, de pié dispuesto a ultimarlo, eñ árbol de cedro iba a aplastar a semejante demonio, quien atrapado entre las ramas antes de morir por el machete de Carlos, le suplicó: Mátame, indio chauscaso, mátame, pero no lleves mi cuerpo y no pesará maldición alguna sobre ti.
Así lo hizo Carlos.