miércoles, 7 de octubre de 2015

EL ULTIMO RUGIDO

El viejo Cotomono, colgado de una rama por la cola, se balanceaba y miraba complacido a sus hembras. Sin cambiar de posición, se rascó el lomo y lanzó su aullido que se oye hasta 10 kms. a la redonda.
Cotomono estaba alegre, pero sentía la pronta llegada de las lluvias y que al inundarse la selva, los árboles se cubrirían de flores primero y luego de dulces y jugosos frutos.
Las hembras saltando de rama en rama, alegres también rodearon a Cotomono.
Cotomono no se engañó, pocos días llovió, con sus aguas turbias comenzó a subir su nivel convirtiendo en lagos y canales las tierras más bajas.
Aichatero, el robusto otorongo después de devorar el último pedazo de venado que cazara el día anterior, se encaminó majestuosamente a la restinga que se alzaba lejos. Sus patas posaban suavemente el suelo acolchado de hojas secas, sin hacer el más leve ruido y sus ojos escudriñaban el bosque.
Aichatero, sabía que en la restinga se refugiaba la más grande variedad de animales y que no tendría necesidad, sino de dar zarpazos para tener en su mandíbula la rojiza carne de un venado o la fibrosa de una sachavaca.
La gran boa. Manchada, la vieja cazadora se arrastraba también a la restinga por otra dirección porque sabía que abundaba en ese sitio los alimentos.
Manchada no tenía prisa y se enroscó a un árbol y ascendió como una espiral, hasta alcanzar una rama, se colgó de ella, sujetándose con la cola.
Manchada se sentía alegre y ágil.
Manchada y Aichatero se habían equivocado, por algún motivo la restinga estaba desierta, no había sino perdices y uno que otro añuje y todos estos animales juntos no alcanzaban para un desayuno de Manchada.
La boa desilusionada decidió lanzarse a nado en el gran bajío e ir a la gran restinga, aún cuando ahí corría el peligro de encontrarse con el hombre, que en ese lugar hacía sus cacerías.
Pero, en esto vio a la distancia pasaba un tapir, la boa encantada, irguió la cabeza, ya que un tapir es un bocado magnífico. Después de triturarlo, lo tragaría entero y dormiría una siesta de 3 o 4 días.
La boa comenzó a deslizarse en dirección de la sachavaca, de pronto éste se detuvo, alzó la trompa y agitó las orejas. Su fino olfato advirtió el peligro y emprendió veloz carrera.

Aichatero, también se había dado cuenta de la presencia de la sachavaca y precisamente iba detrás de sus huellas, cuando la sachavaca asustada comenzó a correr.
Manchada, una cazadora experimentada y paciente, sabía que las sachavacas se alimentaban de un  pasto especial.
Aichatero, también experto cazador sabía lo mismo que Manchada y esperaba a su presa sobre un árbol caído.
Pasaron las horas y cayó la noche sin que la sachavaca apareciera. La boa seguía en la misma dirección, mientras que el tigre estaba también al acecho y se quedaba adormilado.
Amanecía ya y el otorongo se desperezó y comenzó su higiene personal, lamiéndose primero las zarpas y después todo el cuerpo, desde el lomo hasta la cola.
De pronto, Aichatero, vio que lentamente, receloso, avanzaba la sachavaca a su comedero y de pronto dio un chillido y comenzó a correr.
Pero de pronto, Manchada le clavó los potentes colmillos en un anca y la sachavaca como queriendo librarse, pero la boa estaba afirmada a un árbol, se dejó estirar como si fuese de jebe, para recogerse después y atraer hacia sí a la sachavaca.
Era su manera de cazar, llegaría el momento en que la sachavaca, agotada, se dejaría caer y la boa la envolvería en sus poderosos anillos.
De pronto. Como un bólido amarillo manchado de negro, cayó sobre el lomo de la sachavaca y comenzó a correr.
La boa tuvo que soltar a su presa y la sachavaca escapó pero sobre su lomo iba el otorongo.
Manchada quedó rumiando su furia, se habían burlado de ella, quitándole una presa que era suya y aun cuando el otorongo le  desgarrase el cuerpo, tenía que cogerlo y triturarlo, porque un otorongo puede,  como alimento reemplazar a una sachavaca.
Pasaron los días, la boa permanecía en acecho, pero Aichatero era muy astuto para dejarse sorprender, porque no daba un paso sin clavar sus ojos en todas direcciones.
Manchada estaba impaciente, con la impaciencia de una boa furiosa y con hambre.
¿Se habría marchado el otorongo hacia otro lugar? Imposible, porque para irse, tendría que nadar un día entero y ningún otorongo tiene esa resistencia.
Habría que esperar y la boa volvió a adormilarse.
De pronto, Manchada se despertó y vio que el otorongo venía en línea recta hacia ella. El otorongo pasó cerca de la boa, su olfato le advirtió la presencia del reptil y dio un salto prodigioso.
Era tarde, pues la boa había clavado en el lomo sus dientes ganchudos y el tigre en su salto arrastró a la boa.
El tigre se tiró al suelo, con la barriga hacia arriba, para evitar que la boa lo envolviese en sus mortales anillos. Sus zarpas afiladas se hundieron en el cuerpo de la boa, abriéndole profundos cortes y el blanco pecho del otorongo recibió un ligero baño de sangre.
La boa pugnaba por introducir su cola debajo del cuerpo del tigre, pero éste se revolvía, daba zarpazos y clavaba sus colmillos.
El otorongo se llega a fatigar, en tanto que la boa no conoce el cansancio y así fue. En una de sus vueltas el otorongo jadeante se descuidó y la boa se enroscó a su cuerpo.
Entonces la boa, ya segura de su triunfo, ciñó otro anillo y otro… y otro. El otorongo seguía empleando sus garras y dientes.
La boa consiguió ajustar el cuerpo del tigre e inició el proceso de comprimirlo mortalmente.
El tigre dio un último rugido que salió de sus fauces junto con una bocanada de sangre roja y negra, luego dobló la cabeza y murió.
Se escuchó un crujir de huesos, la boa comenzó a desenroscarse, cubrió el cuerpo del tigre con una saliva viscosa e inició el proceso de tragárselo milímetro a milímetro el cuerpo del tigre fue perdiéndose en la boca de Manchada, la boa.
La boa con su cuerpo deformado, muy grueso en el centro, se arrastró hacia una zanja y se estiró para dormir unos cuatro días, luego de una buena brillada de pupo.

Humberto Del Águila Arriaga

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