sábado, 9 de abril de 2016

MI TATARABUELA

                 (Tania Arévalo Lazo )
Tarapoto, conocida como la “Ciudad de las Palmeras”, tenía una amplia plaza frecuentada por visitantes y lugareños, en la parte alta estaba la vieja casona de mi tatarabuela, una viejecita con trenzas larguísimas y peinetas adornadas con cintas.
Se llamaba Rosario Ramírez Gómez y era conocido por los paisanos como “Rosha Barba”, debido a que a simple vista aparentaba ser bigotuda.
¡Ella era mi tatarabuela! Usaba polleras floreadas y blusas bordadas a mano con dibujos.
En esos tiempos, las “yanasas”  no llevaban calzón y orinaban paradas como los hombres en medio del camino y mi tatarabuela era una típica yanasa, descendiente directa de los indios lamistas.
Sus pies generalmente descalzos y usaba un bastón de madera para guiarse, ya que era ciega, pues perdió la vista a los 31 años.
Se deleitaba contando cuentos a los niños que la visitaban, historias sobre las sirenas de los ríos, que cantaban en las noches a los navegantes, los bufeos que se robaban a las personas y se los llevaban al fondo de los ríos, la tenebrosa  achiquin vija, una anciana bruja que se comía a los niños solitarios.
También hablaba del chullachaqui, un diablillo del bosque que se aparecía a los caminantes del bosque y lo que más llamaba la atención eran historias sobre el tunchi, un personaje conocido por sus silbidos y muy temido por los grandes y chicos porque personificaban el alma de un difunto.
Ella narró que una vez hubo un eclipse total de sol y toda la ciudad de Tarapoto quedó a oscuras, las personas se asustaron mucho porque ignoraban lo que sucedía y pensaban que era el fin del mundo, fue un hecho que nunca pudo olvidar.
La casa donde vivía era grande, tenía una cocina rústica al fondo del huerto con techo de hojas de palmeras y había un enorme horno de barro y una tullpa(cocina a leña) que siempre paraba encendida, donde se asaban plátanos, se preparaban comidas con carne del monte, hormigas, grandes suris y una especie de ratones del monte que hoy día ya no se ven.
No faltaba el mazo de sal extraído de la mina de Pilluana, que era utilizada para preparar tacachos  con chicharrón y manteca de chancho.
Mi tatarabuela ayudaba a amasar las sabrosas rosquitas de almidón, tortillas como huahuillos y pushcos, suspìros, panes y bizcochuelos de maíz, los que lo preparaban batiendo huevos en una olla de barro, girando un palito de madera entre sus manos.
Le agradaba sentarse sobre una banca de madera para escoger el arroz, que primero eran pilados en un pilón del huerto antes de ser depositados sobre la larga mesa del comedor.
Todas las mañanas se levantaba con el canto de los gallos y agitando el maíz dentro de una bandeja redonda, llamaba y alimentaba a las gallinas y pollitos.
Ella dedicaba la mayor parte de su tiempo a tejer hermosas pretinas, hamacas y manteles de variados colores.
En sus ratos libre se dedicaba con paciencia a los niños piojosos, quienes eran despiojados por sus delicadas manos o por una menuda peineta confeccionada de cuerno de vaca.
A pesar de su ceguera, ella era alegre e incluso iba a su chacra en compañía de sus hijas ya mayores llevando un bastón.
Cuando las lluvias era torrenciales y nadie podía ir a la chacra, doña Rosha Barba , pedía que alguien dibuje sobre la tierra del patio un sonriente sol, mientras encendía las velas a “San Joaquín”, el abuelo de Jesús, un santito barbón de medio metro de alto, fabricado con yeso y al cabo de pocas horas cesaba la lluvia.
Una vez le contó a mi mamá que estando sola en su cuarto, sintió la presencia de alguien más, le pareció que era un niño pequeño, porqué se dejó tocar la cabeza y extrañamente tenía unas orejas puntiagudas por lo que supo que era un duende.
Este duende era bromista y jugaba con los mosquiteros de las camas.
También decía que todos los años, una semana antes de cada primero de noviembre, bajan del cielo las almas de los muertos, en medio de truenos y relámpagos, asustando a todos , especialmente a los niños y que después de visitarnos y recoger sus pasos, los espíritus subían de la misma forma en que llegaron.
Ella murió ancianita, estuvo en cama varios días y que en su agonía podía ver hermosos jardines con flores y niños alegres.
Ella conocía la luz, porque no siempre fue ciega, le dijo a mi mamá que los labios de Jesús parecían pintados de rojo.
Todos la recordamos, desearía haberla conocido más. Ha de haber sido ella muy divertida.


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