viernes, 20 de marzo de 2015

EL CHULLACHAQUI SHIRINGUERO

Por el río Nanay, en Loreto, vivía un shiringuero que trabajaba de sol a sol pero los árboles de cauchoagotados, casi no le daban leche. Una mañana, mientras trabajaba, vio a un hombrecito barrigón con un pie más pequeño que el otro. De inmediato se dio cuenta que era el Chullachaqui, dueño de animales y amigo de los árboles. Tan desesperado estaba por su mala suerte el shiringuero que no tuvo miedo. “Si me quiere matar, que me mate”, pensó.
Sin embargo, el chullachaqui se acercó amigablemente y le dijo: “¿Cómo te va hoy hombre?”
“No muy bien”, contestó el shiringuero. “Tengo muchas deudas, especialmente con el dueño del shiringal. Mi familia pasa hambre, yo trabajo de sol a sol, pero lo que gano, no me alcanza para vivir, ya no sé qué hacer, creo que uno de estos días moriré”.
El chullachaqui lo miró sonriente y dijo: “si quieres tener más suerte con los árboles de caucho, te voy a ayudar”. “Sí, por favor, ayúdeme”, rogó el hombre. El Chullachaqui le dijo que primero debía hacerle un favor y después pasar una prueba. Lo que quieras, dijo el shiringuero tratando de aferrarse a alguna esperanza. El dueño del bosque le dijo: “Dame uno de tus tabacos y después de que lo haya fumado y me duerma, me dejas dormir un rato y después me das patadas y puños hasta que me despierte”.
El hombre aceptó. El otro se quedó dormido y después de un rato, recibió los golpes acordados. Al despertarse, el Chullachaqui le agradeció y dijo: “Bueno hombre, ahora pongámonos a pelear. Si me tumbas tres veces, haré que los árboles de shiringa te den más caucho para pagar tus deudas. Pero si ocurre que logro tumbarte, te morirás cuando llegues a casa.
El hombre pensó: “este es un chiquitín que ni siquiera puede andar bien con ese pie tan pequeñito; si le gano, podré pagar mis deudas”. Pero cuando comenzaron a pelear resultó que el chiquitín tenía una gran fuerza y parecía que iba a derrotar al shiringuero que estaba a punto de desfallecer. Entonces el shiringuero recordó las viejas leyendas que decían que para vencer a un chullachaqui hay que pisarle en el pie más pequeño de donde brota toda su fuerza. Así lo hizo y logró derribar tres veces al chiquitín.
Reconociendo su derrota, le dijo: “ahora los árboles te van a dar más caucho del que nunca has visto. Pero no vayas a ser tan avariento y sacarle tanta leche a los troncos que les hagas llorar. Y si cuentas a alguien, te morirás de inmediato”, le advirtió. Luego le enseñó los árboles que rendian más.
El shiringuero consiguió la leche de los árboles, y se dio cuenta que el Chuchallaqui era un buen dueño del bosque. Lo veía en el shiringal curando a los animales o trenzando bejucos en los árboles, cuidando los nidos de las aves para que no caigan y, de cuando en cuando, golpeando las aletas de la lupuna para pedir lluvia. Era un ritmo que daba ganas de bailar.
Trabajando fuerte, el hombre pagó las deudas al dueño de los shiringales, un patrón que vivía en la ciudad. Y compró ropa y zapatos para sus hijos y su mujer: “ya no anden por ahí haciéndose heridas”, decía.
Pero el dueño de los shiringales, un hombre malo (quien había esclavizado y matado a muchos indígenas), se enteró de la buena suerte del trabajador. Madrugó y atisbó al shiringuero para ver cuáles eran los árboles mejores, y después vino, no con tichelas, los recipientes pequeños usados por los shiringueros, sino con baldes grandes para llenarlos. Terminó haciéndoles tales cortes a los árboles que los últimos recipientes no contenían leche sino agua.
El shiringuero extraía sólo lo necesario, pero el patrón quería más. Un día cuando estaban discutiendo, apareció el chullachaqui y les dijo: “aquí se acabó la bonanza, sabía que algún día esto iba a suceder”, dijo. Y mirando el shiringuero le indicó: “a ti te perdono porque hiciste lo que te dije, pero si no has ahorrado tu dinero, otra vez vivirás en la pobreza, vete y no vuelvas más”.
Mirando al patrón le dijo: ¿no te diste cuenta que los últimos baldes que sacabas no tenían leche del caucho sino lágrimas de los árboles? Vete, pero vas a pagar esas lágrimas”.
Esa tarde el patrón del shiringal se puso muy enfermo con dolores de cabeza y fiebres. Lo bajarlo en canoa hasta la ciuidad, pero ningún médico le pudo decir cuál era su dolencia. Los sabedores tampoco pudieron curarlo y murió.
El shiringuero, un tal Flores, que todavía vive, dejó los shiringales y se fue lejos, a un pueblito, donde levantó una hermosa casa y puso un comercio.
Felizmente sí había ahorrado.


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