lunes, 17 de diciembre de 2012

LA BOA Y EL PERRITO POROTO


Escribe: José Álvarez Alonso

Era a fines de los años 80. El gran naturalista Pekka Soini vivía casi como un anacoreta en la estación biológica Cahuana, en el curso medio del Pacaya, al lado de la hermosa tipishca de Cahuana. Estaba dedicado a investigar la fauna silvestre y a experimentar con la incubación de huevos de charapa y taricaya en playas artificiales. Lo acompañaba su perrito chusco Poroto y, por temporadas, su esposa en ese tiempo, María.

Pekka era vegetariano, no porque no le gustase la carne, sino por una cuestión de principios: no quería matar animales. Y por no matar, creo que ni zancudo mataba, porque jamás he visto un sitio con más zancudo que en Cahuana. “Solo como huihuano huiwo”, comentaba risueño Pekka cuando le molestábamos al verle sacar sus fiambres de granos y menestras…

Recuerdo que esa noche acomodé mi mosquitero en el pasillo al lado del laboratorio-oficina, ya que el único dormitorio de la estaba ocupado por Pekka y María; de madrugada me desperté sorprendido de escuchar un sonido como de motor fuera de borda; me resultó muy extraño, porque el lugar es muy alejado (no hay poblaciones en el Pacaya, salvo los puestos de vigilancia de la reserva), y además los guardaparques usaban peque peques. Agucé el oído y entonces me di cuenta de que no era un motor: era el sonido que hacían los miles de zancudos pugnando por entrar al mosquitero a acabar con mi sangre. En la mañana encontré la prueba de sus operaciones nocturnas, pues un brazo que topó con el mosquitero quedó como coladera por las picaduras.

Conversando con Pekka sobre sus experiencias en ese lejano puesto, me enteré de una historia increíble: durante la creciente del año anterior, que había sido muy pronunciada, el agua casi llegó a cubrir el piso de la estación. Tenían un caminito de tabla que comunicaba el porche con la balsa donde estaban atracadas las canoas. Una noche Pekka escuchó un débil aullido seguido de un chapoteo. Se acordó de su perrito Poroto y salió a llamarlo. Nada, silencio total. Entonces temió lo peor: la anaconda lo podía haber arrastrado al agua. Ya habían desaparecido varios patos que criaba (no para comerlos, sino para aprovechar sus huevos). Entró entonces por la linterna y alumbró a las oscuras aguas a los costados de la pasarela de tabla: y ahí estaba enroscada, como a un metro de profundidad, una enorme boa negra, hecha una bola en torno al pobre Poroto. No se veía asomar más que una pata y el rabo por entre los anillos del animal.

La proverbial mansedumbre de que hacía gala Pekka desapareció ante el peligro de su querido Poroto: agarró un machete y se lanzó al agua a picar a la boa para que soltase a su querida mascota. Habría que escuchar a Pekka contar la historia, que no fue breve, pues la boa no tenía menos de cinco metros y tenía la cabeza bien protegida entre los anillos. Contaba cómo cómo el la picaba, macheteaba, pateaba más y más fuerte, y el machete rebotaba en la gruesa piel del animal. Luego de largos minutos, parece que el monstruo tuvo suficiente: comenzó a aflojar los anillos y, por fin, soltó al perro y se alejó hacia las profundidades del río. Pekka sacó a Poroto del agua hecho un trapo, parecía muerto, aunque en realidad estaba desmayado; lo puso sobre la balsa y le hizo todo tipo de masajes, hasta respiración boca a boca. Y volvió en sí, para felicidad de su dueño. Increíblemente no tenía ni un hueso roto, pero sí su espíritu perruno quedó marcado de por vida…

Cuando yo conocí a Poroto era un perro cariñoso y juguetón, pero tenía un tic: nunca se separaba ya ni tres metros de su dueño. Pekka me contó que especialmente era cuidadoso para ir a tomar agua al puerto: ni de vainas iba solo, podía estar muriéndose de sed, pero esperaba a que Pekka lo acompañase. Por si acaso… No por gusto reza el viejo proverbio: “Gato escaldado del agua fría huye”; parafraseando, “perro mordido por boa, de la orilla del río huye”.

Las anacondas, conocidas en Loreto como “boas negras” o “boas amarillas” (en realidad, dos formas de la misma especie, Eunectes murinus) hacen su agosto en abril y mayo, durante la creciente, y especialmente si esta es excepcional como este año. Se acercan por el agua a los troncos y bolas de tierra donde se refugian los animales huyendo del agua, y los sorprenden fácilmente, como al pobre Poroto y otros animales domésticos.

Yo mismo fui testigo de un ataque de una boa, y fue precisamente en el PV 1 (Puesto de Vigilancia) en la boca del río Pacaya. Era febrero, la creciente era fuerte, y el puesto estaba rodeado de agua; apenas quedaba una lengua de tierra que salía hacia debajo de la casa hacia un costado, donde se amontonaba una decena de gallinas que los guardaparques cuidaban para “mejoramiento de rancho”. Estábamos conversando animadamente cuando se escuchó como un grito ahogado. Un guardaparque entonces dijo: “¡P. madre, otra vez la boa!” Salimos todos corriendo detrás de él. Después de un rápido recuento confirmaron que faltaba el gallo. Las gallinas se habían refugiado espantadas debajo del piso del puesto. Buscamos por largo rato en la tahuampa por donde se había escuchado el grito. Nada, no hubo forma. La sabida boa se lo levantó y arrastró impunemente por debajo del agua hacia el río. Contaron entonces que era la tercera o cuarta ave que se llevaba el animal. No sé si habrán sobrevivido las demás gallinas en los meses subsiguientes.

En estos tiempos de inundaciones las familias ribereñas de las zonas inundables se las ingenian para armar balsas flotantes para cuidar a sus animalitos, especialmente gallinas y patos. Excepcionalmente algunos chanchos y ovejas (conocidas en Loreto como “carneros”). El P. Miguel Ángel Cadenas informa en uno de sus ilustrativas crónicas (escritas desde las comunidades alagadas del Marañón) sobre las grandes pérdidas que están sufriendo las familias entre sus animales domésticos, quizás uno de los pocos “ahorros” con que cuentan muchos ribereños para afrontar una emergencia. También hemos visto las fotos enviadas, donde se observa algunas las balsitas con las gallinas picoteando lo poco que les puedan dar de sus magras reservas de alimentos.

Algo que deben tener en cuenta los proyectos de desarrollo que buscan mejorar las condiciones de vida de las poblaciones ribereñas: sistemas de crianza de aves de corral que prevengan las dañinas pestes y den seguridad a los animales domésticos en tiempos de creciente. Si bien no se pueden evitar las crecientes, sí hay que saber adaptarse a ellas.

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