jueves, 17 de enero de 2013

E L B U F E O C E N I Z O

Salimos de Iquitos con un bote de propiedad del patrón que nos daba todo lo necesario para pescar, pishtar y salar.
Trabajábamos como rederos y nuestra misión era buscar una mijanada de pescado de cualquier calidad en el rio e internarnos en las cochas a buscarlos y pescarlos de día como de noche con la red hondera que llevábamos  en la canoa.

A veces encontrábamos mijanadas de pescados boquichicos, palometas, corvinas y llenábamos  pronto la embarcación, dedicándonos varias horas a salarlos y empanerarlos, cubriéndolos cuidadosamente con hojas de bijao.

Cuando debíamos secarlos, por haber surcado demasiado arriba de Iquitos, teníamos que pasar varios días esparciéndolos en la playa para que el sol del verano los secara convenientemente.

Pasábamos aburridísimos los días que no pescábamos o caía la lluvia, dedicándonos a matar zancudos bajo los rústicos tambos que improvisábamos con hojas de caña brava.

Yo le quiero mucho al bufeo de color cenizo. El bufeo colorado es malo y muy atrevido, porque muchas veces nos ha dado molestias, cuando caía alguno en nuestra red, lo destrozaba casi totalmente, dándonos trabajo para 3 o 4 días y a veces hasta quería dar vuelta a nuestra canoa.

En cambio el bufeo cenizo es un amor. Un día el dueño del bote había traído de su casa a su hijito, el único que tenía, porque a su mujer le había atacado la lepra.

El muchacho de unos 6 años de edad, se quedaba solo en el tambo, mientras nosotros surcábamos para pescar. Ahí pasaba muchas horas solo, mientras nosotros pescábamos.

Al regresar un día con la canoa llena de pescados, le encontrábamos que se estaba bañando cerca de la orilla y desde lejos le veíamos que manoteaba en el agua y que cerca había dos bultos que aparecían unas veces cerca del muchacho y se alejaban.

Nos quedamos mirando que serían, el niño seguía a esos bultos con la mirada y con las manos. Nos detuvimos un rato contemplando lo que hacía el niño, pues jugaba con dos bufeos cenizos.

Al llegar al puerto, le preguntamos al muchacho que estaba haciendo con los bufeos y nos contestó que eran sus amigos y que siempre venían a jugar con él.

Paso un tiempo y habíamos dejado el campamento anterior y habíamos levantado otro más arriba al comienzo de la isla, junto a un barranco y cerca de una playa. Después de pescar durante dos días bien arriba, regresamos al tercer día.

Atracamos en nuestro puerto y nos extrañó que el muchacho no saliera a recibirnos con la alegría de siempre.

Estará dormido, dijimos, su padre salto del bote y entro en el tambo, el enjebado donde dormía estaba vacío y el mosquitero levantado. Comenzamos a buscarle y llamarle gritando, pero no contestaba.

Yo seguía la ribera del rio y vi que dos bufeos empujaban un bulto. Llame a mis compañeros y todos vimos que lo que empujaban los bufeos, era el cuerpo del niño que posiblemente se había caído del barranco y estaba muerto.

Los bufeos había querido salvar a su amiguito, pero fue tarde, solo pudieron sacar a tierra su cadáver. Desde entonces quiero a los bufeos cenizos.

Carlos Velásquez Sánchez.

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